A don Rodolfo Coiscou Weber, Nikolay Petrovich, R. M. Rilke y Rafael Arberti, oteadores de ángeles.
Por Leopoldo Minaya
Entonces habló el
ángel
(y miré
y me vi
y me vi hombre
y sentí lástima de
mí):
«Dios
es uno,
Dios
es múltiple;
Dios
es el Uno Múltiple;
Él
comprende y envuelve
cada
expansión».
E inquirí,
y se me dijo:
«Aguarda;
aromatiza el
incienso; adhiere la pez rubia».
Entonces habló el
ángel
(y miré
y me vi
y me vi hombre
y sentí vergüenza de
mí mismo
e intenté taparme
con mi capa):
«El
Uno es la dualidad
espaciotemporal,
el
haz y el envés
—concreción
y abstracción—,
y
las tres dimensiones presenciales,
y
la cuarta dimensión y el resto
de
las dimensiones».
(Y elevé hasta Dios
mi súplica como quien sopla el pífano,
como quien tensa un
arco para impulsar la flecha.)
Entonces habló el
ángel
(y miré
y me vi
y me vi hombre
y como un reptil
quise arrastrarme
entre las peñas):
«Dios
es el círculo sin bordes,
lo
lleno y lo vacío,
fragmentada
entereza de conjunto;
Él
es la curva y la recta,
el
punto y la suma infinita
de
los infinitos puntos…»
E inquirí nueva vez
y fuéronme mostrados
los rostros de la Tierra,
y vi desde un ábside
los rostros de la Tierra,
y vi miedo y pavor en
los rostros de la Tierra;
y vi las cimas
rocosas y el ademán de las cascadas,
los lagos urentes y
elusivos,
las masas de agua y
las gélidas regiones…
y las templadas
regiones y las secas regiones
entre pirámides de
aristas y repechos
donde el Sol pega
como una serpiente
y la serpiente pega
como un látigo;
y oí el aullido del
lobo de la noche,
mientras bullía el
boato especular del día…
¡He aquí la Tierra
como punto entre infinitos puntos
dispuesta a abrirme
sus puntos interiores…
desde el escalón de
las islas hasta el tanteo glaciar
y el canto endoselado
de las perpetuas nieves…!
¡Ay de mí si cayese
de tan alto,
ay de mí si una
potencia no me sostuviera!
Y vi las oleadas
humanas posarse en desorden
en el bancal de los
evos,
atrayéndose y
repeliéndose, atrayéndose y repeliéndose,
atrayéndose y
repeliéndose;
y vi las coronas y
cetros de los hombres,
sus «honores» y
«glorias», «galardones» y «triunfos»:
anillos y guirnaldas
y mitras y mandos y
blasones;
y vi la testa erguida
y la acuciante doblez,
la voracidad del
instinto y el apetito insaciable,
la garra y la
iniquidad,
la estulticia y la
frivolidad,
la sandez y la
vanidad,
y he dicho: «¿Y cuál
es ese monstruo que serpentea
y al colear se
flagela y se destruye a sí mismo,
ese que
mortifica
su sangre a
latigazos?»
Y vi los astros en
rotación,
el balanceo nodal de
las esferas,
moviéndome sin peso
ni gravedad,
con movimientos
rítmicos, veloces o pausados,
o apoyándome en un
recodo de la inmensidad abierta,
y dije: «¡Tanta
magnificencia y tanta prodigalidad
para tanta ruina
moral entre nosotros!
¡Tanta perfección y
tanta pulcritud
para que viva yo tan
lleno de pecados!
¡Tanta luz y tanta
claridad
para que escojamos
vivir en las tinieblas!»
¡Ah, pobre humanidad
de pugilatos y luchas miserables!
Y dije: «Mira esta
estrella que está aquí
-como roca
endulzada- ante mis ojos:
seguramente no sabe
que está aquí,
expuesta al chorreo
de miríadas de siglos,
fluyendo entre las
cosas que no han sido nombradas…»
Y he dicho:
«¡Oh, Señor, aléjame
de la indolente multitud y de su vicios,
de sus costumbres
bárbaras,
de su insaciable
deseo de "honores" y "grandezas";
aléjame de todo lo
horroroso ante tus ojos,
del pecado y de la
maldad, de la astucia y del fingimiento,
de la impudicia y de
la avaricia…!
¡No sea yo para ti
motivo de vergüenza,
inconformidad o
enojo…
porque grande es la
desgracia de quien te siente Ausente,
privándose de la
Absoluta y Eternal Inmanencia!»
Entonces me habló el
ángel,
y oí,
y sus palabras
cerraron el abismo:
«¡Ejercítate
en la piedad,
mírate
y mira a los hombres
con
compasión
porque
es irrecusable el dicterio de los símbolos,
porque la bondad y la maldad son las galgas de medir,
y
porque no hay nada sobre los cielos
ni
bajo el tapiz de los cielos
que
se iguale a la Misericordia!»
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