Por Leopoldo Minaya
Tanto como las palabras o las emociones –o el impetuoso incendio del espíritu-, la paciencia es ente primordial en la creación trascendente: la que queda en vigencia permanente y vence al tiempo. Permite al autor airearse, apreciar lo creado desde perspectivas múltiples, dar pinceladas correctoras si es preciso, «deshacer entuertos», enrumbarse pausadamente hacia el objetivo extrasensorial del Arte: la perfección.
La paciencia es oficio de sabios.
Ramón Gross labra en emotivo silencio imperturbable una obra poética que alcanza tinte propio entre el concierto de creadores de propensiones universales: voz grave, reflexiva, desafiante a veces… que mueve con perplejidad entre los precipicios paralelos del deseo y la muerte.
Demostrado queda al claror de la lectura: Frente al cadalso. No persigue Gross la gloria fácil e inmediata que se disuelve en destellos pasajeros. No es autor de poemas innumerables de quilates dudosos; antes bien, nos presenta una obra breve pero depurada, profunda, llamada a quedarse en la memoria de los hombres y de los amantes de la Poesía.
Frente al cadalso es descubrirse el hombre frente al hombre, el hombre frente a Dios… en condiciones de iguales, en las que ambos ponen a prueba el temple de sus naturalezas. Si el poeta es «un pequeño Dios», como afirmara Huidobro…. en la obra de Ramón Gross, Dios es un pequeño hombre al que se le reprocha su imperfección y de quien se duda de su alegada infalibilidad.
No obstante, el poeta no blasfema, creyente como lo es de los azares del designio, y respetuoso de los ordenamientos divinos: usa a sus anchas el privilegio sagrado de la inteligencia, de la racionalidad, de la reflexión, que por gracia y por mandato misericordioso le ha concedido su Creador, con lo que se libera pleno en la inmanente razón de los principios, se empapa de una olorosa santidad… y se revela de paso libre de pecado….
Y por eso limpiamente ha lanzado su primera piedra…
jueves, 12 de diciembre de 2019
miércoles, 27 de noviembre de 2019
Lourdes Batista en el rito y el hito de la desnudez
Por Leopoldo Minaya
Luego de haber publicado años atrás un libro desafiante y subversivo (en el mejor sentido de la palabra), Lourdes Batista nos presenta en esta ocasión otro de igual cariz pero de mayor belleza y sublimidad, como corresponde a un espíritu que a sí mismo se supera y desborda: La mujer desnuda.
Mujer y desnudez… símbolos universales de belleza formal, fecundidad y proliferación; reunidas, como un solo ente: centro del mundo, substanciación de los mitos, motor de la Historia, sostén cardinal de epopeyas y leyendas.
Sin una mujer, y sin la posibilidad de yacer desnuda, no existirían hoy las gestas homéricas (una es ida agresiva por la mujer; otra, regreso desesperado hacia el centro de la desnudez); ni las cosmogonías, ni la virilidad de los dioses. El dios se instituye masculino adrede —intuimos— acaso para no perder la… tal vez de otra manera imposible… oportunidad de disfrutar el privilegio de acercamiento progresivo desde la otra orilla hacia el bello sexo, que seduce con la esotérica ojeada de la esfinge o aniquila con la fulminante descarga de los basiliscos.
Pero la mujer desnuda es también el alma de los hombres, que yace en las profundidades, o la recóndita conciencia, o la verdad descubierta de ropajes. Convencionalismos instituidos se empeñan en ocultarla. Un alma trascendente no es otra cosa más que Esencia, es decir: mujer desnuda, con lo que logra diferenciarse del común de las almas envueltas ya en brumas, en olas, en púrpuras, en harapos...
Desnudez y sinceridad corren parejas. Sinceridad y verdad corren parejas. Desnudez y verdad se igualan por el peso de la ley transitiva en la naturaleza. ¿Recordáis haber visto a Goethe apuntar hacia aquellas «verdades evidentes», término que en principio nos suena perogrullesco o al menos redundante? La «verdad evidente» nos rodea a todos, se planta ante nuestros rostros, aunque preferimos no verla… salvo cuando la alumbramos con el incisivo destello de las artes.
En la moderna poesía norteamericana hallamos el muestrario de la desnudez como vestimenta exterior tanto del artista como de la obra de arte, forma de comparecencia ante la ordinaria realidad de los hombres. Una lectura de los primeros versos del poeta norteamericano Theodore Roethke (ejemplos similares encontraremos en Robert Lowel o Silvia Plath) nos precisa la idea:
«My secrets cry aloud.
I have no need for tongue.
My heart keeps open house.
My doors are widely swung…»
…………………………………..
…………………………………
«My truths are all foreknown…
I´m naked to the bone,
With nakedness my shield.
Myself is what I wear…»
Vemos aquí cómo la desnudez es el escudo y la fuerza del artista. Sus secretos gritan con una intensidad tal que no necesitan de su sorda lengua. Los secretos solos se rebelan, revelados. Arte desnudo es arte trascendente -arte transparente-, porque todo el orbe mediocre y malicioso gira en torno a la ocultación de la Verdad, que es como decir: en pro de la mentira.
En la mentira nacemos, en la mentira vivimos, en la añagaza morimos, en este mundo ordinario que nos bebe.
La mentira es nuestra verdadera religión, nuestro viejo credo, nuestro sabroso pan de cada día, nuestra forma aceptada de organización social y política. El hombre y la mujer desnudos se rebelan contra toda forma de ocultamiento y falacia. Por eso:
«Soy esa mujer desnuda
por los sueños
de las olas y las plazas;
los mercados de Francia,
de Inglaterra y New York».
«Mujer-niña que juega y juega
con el humo y las cenizas
de una civilización de cínicos».
Preciso es por tanto remontarse a la mentira original, partir desde la mentira primera en la que florecen la pasión y la manzana. Como forma de destejerla, desenredarla, darle nueva forma y dimensión, dice Lourdes Batista:
«En el parque hay un árbol
del que caen manzanas…
la mujer desnuda las recoge
con sus manos doradas».
«Un hombre de pelo largo
toca un violín imaginario
que descansa en sus hombros.
La mujer a cambio le regala
una manzana».
«El vagabundo despierta de
su largo sueño y la mujer
le da la mitad de la manzana».
«Palomas cuchichean sobre
el loco que grita Szeretlek, (te amo, en idioma húngaro)
una ambulancia pasa por
la calle y grita Szerelem; (amor, en idioma húngaro)
las palomas vuelven a cuchichear
sobre el loco y curiosas
e intrigadas se preguntan qué pasó
con las semillas de la manzana».
«Los artistas llegan con sus bastidores
lienzos y pinceles
y dibujan las palomas que
comen semillas de manzanas».
«La niña toma la pintura y
pinta las manzanas».
…la reelaboración del mito pasa al través de experiencias y vivencias de la raza humana como sinfín de trascendentes sucesos nimios que construyen su situación. El hombre, el ser, en su viaje de siglos… girando en torno a indistintos árboles, parejas ramas, e iguales plazas, materializa el gesto de la universal comunión. En este largo poema que da título al poemario, Lourdes Batista recrea el mundo con hábiles pinceladas para reencontrarse y encontrar a sus semejantes, que —dispersos— son la sola fibra de la unicidad en la bifurcación. El hallazgo no podría ser más halagador, siendo empero… no menos fatal:
«Somos Dios, diosas y diablos».
Preciso es resaltar la evolución del estilo literario de Lourdes Batista, que adopta ahora un aire sutil y delicado, con tendencias al tono menor y a la expresión memoriosa. El poema se va forjando con enunciaciones, ensoñaciones y descripciones que inundan tela y bastidor de color, gracia y elegancia. Lourdes alcanza en La mujer desnuda la expresión de lo inefable, de lo trastocado, de la individualidad que se encamina a la Totalidad.
El poema cardinal se complementa con otros de más corta extensión. No alcanzan a diferenciarse en cuanto a belleza formal e intensidad comunicativa. Medular como el discurso inicial es el poema titulado «Los suicidas me persiguen», en que la autora persiste en el tono desafiante ante la recta resultante de la sumatoria de sueños y realidades. El lenguaje rebota como balón de acíbar en saltos saturados de nostalgias y simbologías frente a la catarata nupcial de los abismos. En «Navegante 327» no se podría pedir mejor uso del símbolo como resorte fabulador de hazañas y odiseas, lo mismo que en «Paraguas grises» y «Palabras de agua». Cada uno de estos poemas es una palmada al corazón.
Saludamos con beneplácito este nuevo vástago del numen creador de la poeta Lourdes Batista, y os lo presentamos como muestra de su ingenio y la brillantez de su vocación. Apenas su segundo libro de poemas, y ya encuentra un estilo personal en que se asientan la madurez y la voz enriquecida con acentos singularísimos. Ha logrado asimilar los influjos favorables de sus mejores lecturas y el restallar de las vivencias... La mujer desnuda es el canto venturoso de un alma que enarbola la bandera franca de la libertad entre las ataduras del sino, y una mirada vital hacia la Verdad con que se desatan los altos caballos de la Redención.
martes, 19 de noviembre de 2019
Órbita de la inquietud, un universo liberado en su brevedad
LEOPOLDO MINAYA
Este libro de Claribel Díaz es historia de vívidas
sensaciones vividas y desvividas, inventario exacto de ansias aprisionadas que
se liberan abruptas, borbotón de respuestas emocionales.
La
proverbial expresión de Gracián —referida a que lo bueno, siendo
breve, resulta dos veces bueno— encaja fielmente en el
poemario Órbita de la inquietud (Obsidiana
Press, 2010), de Claribel Díaz, poeta distinguida entre las últimas
generaciones de escritores dominicanos por ambas razones: por el decir y por la
contención; poeta representativa del grupo de escritores residentes en el
exterior de la República que dan brillo, desde lejos, a las letras
nacionales.
Brevedad
general del libro como libro, de las secciones o capítulos que lo componen, de
los poemas en sí, de imágenes e ideas: motivo de auspicios favorables porque,
en resolución, poesía es arte quintaesenciado, fundamento y extracto de todas
las demás artes, compendio cabal de cualidades, calidades, impresiones,
emociones, actitudes, aptitudes, deslumbramientos y sombras que revisten al ser,
emanaciones de su ajustada naturaleza… No valga animosidad gratuita contra el
poema o la expresión extensos, solo reconozco lo siguiente: todo gran poema es
breve, por cuanto expresa y justifica en sí mismo el universo completo de sus
posibilidades.
Allen
Ginsberg o Walt Whitman o José Alejandro Peña, por ejemplo, exhiben maestría
técnica en renglones «de largo aliento», extensión considerable si se aprecia
desde un inventario de palabras e ideas asociadas, pero breve si se compara —por decir algo vago— con la vastedad del
universo… que igualmente, por lo demás, es breve, tan breve que podemos
contenerlo entre las paredes de un concepto, o que bien alcanzaríamos a definir
como sucesión infinita de infinitas brevedades. Breve en su infinidad. Como la
Poesía.
Claribel
Díaz, poeta y amiga: tu libro es razonablemente breve; breve (y para decir esto
tendría que apoyarme en un texto de otro de nuestros principales poetas, don
José Mármol), breve «como tú».
Claribel
Díaz, esteta y enigma: en tu libro, y en ti — ¿metonimias, heráldicas, simbologías?—, lo representado se funde con lo
representante y (para decir esto tendría que apoyarme en el texto de otro de
los principales poetas españoles) «poesía eres tú».
Órbita de la inquietud es un universo
liberado en su brevedad. En él encontramos un cúmulo de emociones girando
alrededor… ¿de qué? ¿de quién? ¡Fácil saberlo! La angustia, el existir, el espacio, el
tiempo, el nombre de lo indecible y el dicho de lo innombrable inscriben la
circunferencia… que en su centro —punto mágico que determina
ángulos y perspectivas— contiene una sombra, un
instinto, una silueta, un amor, una percepción de ser desencontrado…. (No diré: «de amor imposible», porque en definitiva… todos los amores lo son.)
Escribe nuestra poeta:
A
cada lado de esas manos hay un nudo,
rémora del recuerdo.
En
la punta de cada cabello hay motivos
que hielan como el escozor de
las agujas
y en cada uno de sus bordes te
eriges
negando la verdad de que no
existes.
Como si
dijera, providencialmente: «Solo prevalecen, o son, los amores que
fueron». Y también:
Esos sueños giran en espiral
como el lugar que recorren,
te encuentran con los pies al
frente
inventando la travesía que ya
no es posible
porque el intento va delante
tuyo.
Órbita de la inquietud, libro que a todos nos conmina, como dijimos, es historia
de vívidas sensaciones, borbotón de
respuestas emocionales, intelectuales y psíquicas que se resuelven en enunciados de aparentes contradicciones y
resueltas tautologías. Traduciremos aquí al lenguaje ordinario el substrato de
tales proposiciones, al menos de algunas:
a) Como
el tiempo, te marchas y permaneces;
b) Como
mi propia mano, existes porque existo;
c) Como
las sombras, apareces y te desvaneces…
Tal el torrente
poético… Y cito:
Esos árboles que vienen
con los hombros en pedazos
traen una historia de buitres consigo.
Se aproximan husmeando por tu
sombra
y cuando te alcanzan te lían por el torso.
Por tu talle sin huesos se derraman
hasta enredarse a los pies de la espera.
Tanto aprietan que silencian,
estiran, sacuden y te empujan
a encontrar la pared o la caída.
En cuanto al aspecto técnico, notorio
en Claribel Díaz es el uso consistente de la paradoja como recurso estilístico.
Así, como elemento de forma, lo vería un estudioso de la retórica. Yo quiero
ver, y veo, en la paradoja una piedra angular del discurso poético, una columna
fundacional colocada en el mismo rango (¡y sospecho que en otro aún más
privilegiado!) de aquel que los
tratadistas han asignado al ritmo o a la metáfora. La paradoja, decididamente,
es esencia del discurso poético. Todo poema, en sí, siguiendo al punto con las
definiciones, es una paradoja. Ella nos distancia de los criterios y opiniones
del hombre diario, funda el poema y lo sostiene. No existe poema sin paradoja.
Sólo son inteligibles cabalmente fenómenos y cosas del mundo supraconsciente al
través de ese rejuego misterioso encerrado en el contrasentido, zona de convergencia
entre el ser y el no ser, entre la lógica y el absurdo, entre lo que pasa y lo
que permanece, entre la ausencia y la ubicuidad. Por ella, la poesía se atreve
a nombrar; sin ella, quedaría en aproximaciones, en franco merodear de siluetas
y contornos.
Y en ella (en la paradoja) desborda nuestra poeta su maestría:
Todo lo que me circunda está lejos
como el eco de tantas voces que se apagan.
(Imposibilidad
de los días)
…en el mismo centro de lo
efímero
gravita la eternidad.
(Imagen del escrutinio)
– ¿Y esa pausa?
Esa pausa no es un respiro,
es una prisa.
(Incertidumbre)
Estás cerca y no te encuentro
pues ando dando vueltas
entre lo conocido y lo
extraño.
(Imprecisión en el
peldaño)
Innombrable, | eres el
nombre.
(Desde la poesía)
Órbita de la inquietud comprende en realidad tres órbitas superpuestas, las
tres secciones en que se divide la obra: Órbita
del ser, Órbita del tiempo, y Órbita de la inquietud, que da título al
libro. Representan un recorrido lógico sobre el cual podría elaborarse el
presente axioma: «El ser en el tiempo genera una inquietud», o lo que es igual,
esta vez expresado en forma de ecuación matemática creada con convencido asomo
de inexorabilidad:
Ser + Tiempo ═ Inquietud
Inquietud
existencial que Claribel Díaz sabe expresar en lenguaje depurado. Hallémosla,
si no, devolviendo el silencio «como al temblor que se congela en la frente/ o
como a la gota que se equilibra/ en el vértice de una espada.» Expresión virgen, impoluta… ¿debo explicarlo?,
que no ha sido tocada por las manos impúdicas de la ordinariez o la
cotidianidad.
Inquietud
espiritual, carnal a veces, que aspira a precisar el lugar de su existencia.
Nos dice este poema extraordinario, A contraluz:
Desposeída, extraviada, | con
otra piel y con otro rostro | me despierto.
Vuelvo al resquicio de la
memoria, | a la palabra, | a la urgencia ineludible de tu boca, | al desvarío o
a la pregunta: | por qué no soy si te presiento.
Nótese
la final interrogación; interrogación que desenvuelve y desafía la clásica deducción cartesiana, la
que hallaremos — ¡prístina! — al hacer ejercicios
de lógica inductiva. Pero, para allanar las cosas, y para seguir a la poeta, y
para preservar la magia de los encantos estéticos, extendamos aún más la deducción
original:
Cogito, ergo sum… Pienso, luego existo… Siento, luego existo…
Presiento, luego existo… Amo, luego existo… Entonces, ¿por qué no soy cuando te presiento, cuando te amo y
cuando existo?
José Alejandro Peña, o el imperio de la emoción trascendente
Leopoldo Minaya New York, 2007---
El conjunto de poemas que José Alejandro Peña presenta en este nuevo libro Suicidio en el país de las magnolias es una continuación en el tiempo de un oficio que desde el primer momento se reveló intransigente. Así, como se escucha. Oficio intransigente de un poeta… consecuente con la depuración, la limpidez, el contraste, la imaginación creadora, la profundidad incisiva y la belleza dotada de magnificencia humana. Poeta disidente del facilismo creativo, la expresión amanerada, y la utilitaria primacía del significado.
Desde sus primeras notas, Iniciación final, nuestro poeta nos deja saber que ha comenzado su arte en un nivel final de maestría técnica, es decir, con una capacidad de orquestar objetos duraderos que tenderán sin duda a reproducirse a su vez con la rapidez con que el mismo Hugo multiplicara sus caracteres. Un poeta que no necesitó agotar etapa alguna de aprendizaje, que nunca ha sido aprendiz. Fue así el lanzamiento de un escritor prolífico que constituye, por sí, uno de los puntales en que descansa la gran poesía dominicana escrita en la segunda mitad del siglo veinte (que se ha pasado al veintiuno): la mejor poesía que en nuestro país se haya escrito jamás, juzgada libro por libro la calidad de sus exponentes. José Alejandro Peña destaca por la pureza y el acabado de sus composiciones, la densidad e intensidad de sus expresiones metafóricas, la presencia en sus versos de una sabiduría que salta simultáneamente desde los resortes de la mera intuición y del profundo conocimiento de las categorías abstractas, de las cosas y del hombre mismo. Por pureza y acabado entendemos, en única instancia, la invención de una Palabra esencial que consigue expresarse totalmente por sí misma, y la colocación de ese creado fenómeno en las fronteras del Absoluto, ajeno a las circunstancias y eventualidades de las tres magnitudes fundamentales en que el hombre -para su bien o para su mal- se enreda o se desenreda.
En José Alejandro Peña resuenan los ecos atávicos de la substanciación humana y el temblor insondable del sinuoso devenir que, con su imposible llegada, desespera: devenir que es un ayer, ayer que es un presente, presente que convulsiona: convulsión de los tiempos resumida en el (mismo) doble acto del sentir y el pensar -que al cabo «es una bobada»-, como si igual hablásemos de la inhalación y el soplo, del nacimiento y la muerte.
Vano resulte, tal vez, el intento de explicar esta poesía del país de las magnolias. Ella se expresa en sí suficientemente, inexplicándose. Los contrastes, las relaciones entre lo sublime y lo grotesco, lo descabellado y lo humano, lo sensitivo y lo explosivo, lo mordaz y lo delicado, dan a la obra un cariz original donde el absurdo constituye la «otra» realidad. José Alejandro Peña es el poeta de las asociaciones inimaginables, sorprendiendo siempre al lector al doblar de la línea. Con José Alejandro Peña no está nunca uno seguro de adonde irá a desembocar el nacimiento de una idea o el discurrir de una proposición, en su incansable búsqueda de la emoción trascendente:
«Un pájaro metido en una botella la botella en un grano de arena la arena cantando mi canción siniestra en la más alta prestidigitación del azar».
(La más alta prestidigitación del azar)
«Bello como una pelambre de mono»
(La nueva inquisición)
Valga, no obstante, el deseo de señalar alguna de sus cualidades, como tributo de sincera admiración… porque nada diferente podría producir en nosotros la naturalidad con que nuestro poeta produce unas enrevesadas asociaciones en que objetos y valoraciones concretos e inconcretos de índole distinta se ensamblan y asocian para producir expresiones y frases que de inmediato nos parecen inescuchadas; que, según parece, no se habían dicho nunca antes sobre la faz del universo; mezcolanzas excéntricas y anarquizantes que magullan y conmocionan los repliegues de cualquier burdo entendimiento racional que apareciese, subyugados la lógica y el naturalismo mecanicista. Probablemente en Whitman, maestro indiscutido de las cláusulas inacabables, se había escuchado tal explosión y derroche de belleza desbordante, tintineante y desencadenada, como en algunos pasajes de este autor. Pido permiso para presentar al menos una de Suicidio en el país de las magnolias:
«Nuestros corazones como si hubiesen sido reventados por dos manos robustas ya no sienten pesar ni sienten una masa de aire apretando sus cuerdas contra un viejo aparato olvidado en la cocina del ilustre vendedor de cebollas cuyo nombre lo guarda una piedra a la orilla del lago donde los grillos las culebras y los cocodrilos tiñen la bahía de un encanto supremo.»
(Manteo)
Me temo que un solo ejemplo no baste. Perdonen ustedes, pero necesito traer otro fragmento, para goce nuestro:
«…la luz que hace cambiar los rostros y las formas es tan sólo mitad de lo que a solas por sí mismo perfecciona el suelo cuando vienen volando por el cauto abismo de su muchedumbre las lívidas palomas perseguidas por el hálito azul de la pedrada».
(Kitty Hawk)
La longitud de la locución bien nos podría devolver, como salto de rebote, desde Whitman al legendario griego ciego (que es un origen); pero la inusitada aleación de los recursos y las conmociones que se desencadenan son muy privativas del poeta que ahora nos ocupa. Por regla general, la poesía es -y debe ser- extracto, condensación, compresiva unión de concepto y forma que apunte al destello puro (tal vez por eso recomienden la retórica y lo que podría llamarse nueva preceptiva el criterio de la economía de palabras); sin embargo, para un poeta de excepción, esto es sólo poste referencial. Obsérvese con qué destreza y grandiosidad maneja José Alejandro Peña la locución extensa: como si la palabra fuese un demonio que se desencadena, el brío de un caballo desbocado, o un disparo que avanzara incesante hacia un inalcanzable objetivo que progresivamente -y por magia- se alejara. Alejandro saca también provecho, para encontrar su ritmo, de la asociación de técnicas tan diversas como el tono sentencioso, la incisión paradojal, la postura existencial, el hipérbaton, el mutismo y la aliteración… Esta última es columna fundamental de su estructura. A mi entender, la aliteración, igual que la rima, como recurso técnico, dota la expresión de una verdad ultra-sensorial que resbala sabiamente por los resquicios de interconexión entre «logos» y «pathos»; la aliteración, como la rima bien empleada, es una coordinación arbitrariamente intencional del lenguaje, que resulta verdadera como consecuencia del hacer y del actuar de una inteligencia impersonal y subrepticia presente siempre en toda acción comunicante, pero decididamente indispensable en la materialización del discurso poético. Tal vez la aliteración no sea sino una rima interna. Veamos:
«El oro y sólo el oro es puro para el hombre»
(Cóctel)
«Y yo urda el zurdo azar y arda»
«Uña huraña que baña los relojes de fiebre y Palimpsesto»
«Por el lúpulo y el ópalo del óvulo marino»
(Aullando solo…)
«Esa alegría dura lo que dura el durazno»
(Manteo)
Todo esto es relativo a su poética. En cuanto a su versificación strictu sensu, se exhibe una intencional distribución anárquicas de sus versos, con ánimo de romper la tradicional tipografía y distribución de la línea poética en el marco de la página. A veces pasa medalaganariamente del verso a la prosa poética en un mismo poema. Sin embargo, como ocurre con muchos poetas de nuestra generación (y en otros tan revolucionarios como Huidobro), el ritmo clásico está latente siempre, marcando el aire y los compases. Por ejemplo, abunda el verso abiertamente alejandrino:
«O la viudez de tanta / alevosía indócil»
(Eclipse)
«Todas las mariposas / se suicidan volando»
(Las semiverticales…)
«Jarra llena de efluvios / y muchachas con díscolos»
(Jarra)
«En su diafanidad / la noche es casi el día»
(Rodeo)
A veces un alejandrino un tanto velado:
[«El oro y sólo el oro / es puro para el hombre] que»
(Cóctel)
También los hay endecasílabos, y en profusión:
«Sin vendajes ni duelo ni corona»
(Epitafio…)
«Yo arrojo al viento pétalos maduros»
(El viento)
«Todo lo que digo termina en equis»
(Cállate)
Veamos el endecasílabo llamado de gaita gallega, con acentos rítmicos en cuarta y séptima silabas:
«Hacemos síno bajár súbitamente»
(Jungla)
O a veces apoya su ritmo en pies cuantitativos a la manera grecorromana. En pies de tres emisiones o sílabas:
«Yo los mí / ro llegár / con la piér / na cubiér / ta de»
Y en pies de cuatro emisiones: «Por el lúpu / lo y el ópa / lo del lóbu / lo marino»
Estas resonancias del verso tradicional no restan, de forma alguna, originalidad a la escritura alejandrina (es decir, en este caso, de José Alejandro), sino que la enriquecen. Su originalidad reside en el pulso de la emoción generada por la imagen virginal, y la imagen se genera por el conjuro de la desnuda Palabra. «La palabra cuya pureza o cuya impureza la capte sólo el viento descuidado». …Se me ocurre que quien dijera «No hay nada nuevo bajo el sol», posiblemente no haya topado con la escritura de José Alejandro Peña, ya por una trampa indecible del destino o por una conjugación caprichosa de las manijas del azar.
El conjunto de poemas que José Alejandro Peña presenta en este nuevo libro Suicidio en el país de las magnolias es una continuación en el tiempo de un oficio que desde el primer momento se reveló intransigente. Así, como se escucha. Oficio intransigente de un poeta… consecuente con la depuración, la limpidez, el contraste, la imaginación creadora, la profundidad incisiva y la belleza dotada de magnificencia humana. Poeta disidente del facilismo creativo, la expresión amanerada, y la utilitaria primacía del significado.
Desde sus primeras notas, Iniciación final, nuestro poeta nos deja saber que ha comenzado su arte en un nivel final de maestría técnica, es decir, con una capacidad de orquestar objetos duraderos que tenderán sin duda a reproducirse a su vez con la rapidez con que el mismo Hugo multiplicara sus caracteres. Un poeta que no necesitó agotar etapa alguna de aprendizaje, que nunca ha sido aprendiz. Fue así el lanzamiento de un escritor prolífico que constituye, por sí, uno de los puntales en que descansa la gran poesía dominicana escrita en la segunda mitad del siglo veinte (que se ha pasado al veintiuno): la mejor poesía que en nuestro país se haya escrito jamás, juzgada libro por libro la calidad de sus exponentes. José Alejandro Peña destaca por la pureza y el acabado de sus composiciones, la densidad e intensidad de sus expresiones metafóricas, la presencia en sus versos de una sabiduría que salta simultáneamente desde los resortes de la mera intuición y del profundo conocimiento de las categorías abstractas, de las cosas y del hombre mismo. Por pureza y acabado entendemos, en única instancia, la invención de una Palabra esencial que consigue expresarse totalmente por sí misma, y la colocación de ese creado fenómeno en las fronteras del Absoluto, ajeno a las circunstancias y eventualidades de las tres magnitudes fundamentales en que el hombre -para su bien o para su mal- se enreda o se desenreda.
En José Alejandro Peña resuenan los ecos atávicos de la substanciación humana y el temblor insondable del sinuoso devenir que, con su imposible llegada, desespera: devenir que es un ayer, ayer que es un presente, presente que convulsiona: convulsión de los tiempos resumida en el (mismo) doble acto del sentir y el pensar -que al cabo «es una bobada»-, como si igual hablásemos de la inhalación y el soplo, del nacimiento y la muerte.
Vano resulte, tal vez, el intento de explicar esta poesía del país de las magnolias. Ella se expresa en sí suficientemente, inexplicándose. Los contrastes, las relaciones entre lo sublime y lo grotesco, lo descabellado y lo humano, lo sensitivo y lo explosivo, lo mordaz y lo delicado, dan a la obra un cariz original donde el absurdo constituye la «otra» realidad. José Alejandro Peña es el poeta de las asociaciones inimaginables, sorprendiendo siempre al lector al doblar de la línea. Con José Alejandro Peña no está nunca uno seguro de adonde irá a desembocar el nacimiento de una idea o el discurrir de una proposición, en su incansable búsqueda de la emoción trascendente:
«Un pájaro metido en una botella la botella en un grano de arena la arena cantando mi canción siniestra en la más alta prestidigitación del azar».
(La más alta prestidigitación del azar)
«Bello como una pelambre de mono»
(La nueva inquisición)
Valga, no obstante, el deseo de señalar alguna de sus cualidades, como tributo de sincera admiración… porque nada diferente podría producir en nosotros la naturalidad con que nuestro poeta produce unas enrevesadas asociaciones en que objetos y valoraciones concretos e inconcretos de índole distinta se ensamblan y asocian para producir expresiones y frases que de inmediato nos parecen inescuchadas; que, según parece, no se habían dicho nunca antes sobre la faz del universo; mezcolanzas excéntricas y anarquizantes que magullan y conmocionan los repliegues de cualquier burdo entendimiento racional que apareciese, subyugados la lógica y el naturalismo mecanicista. Probablemente en Whitman, maestro indiscutido de las cláusulas inacabables, se había escuchado tal explosión y derroche de belleza desbordante, tintineante y desencadenada, como en algunos pasajes de este autor. Pido permiso para presentar al menos una de Suicidio en el país de las magnolias:
«Nuestros corazones como si hubiesen sido reventados por dos manos robustas ya no sienten pesar ni sienten una masa de aire apretando sus cuerdas contra un viejo aparato olvidado en la cocina del ilustre vendedor de cebollas cuyo nombre lo guarda una piedra a la orilla del lago donde los grillos las culebras y los cocodrilos tiñen la bahía de un encanto supremo.»
(Manteo)
Me temo que un solo ejemplo no baste. Perdonen ustedes, pero necesito traer otro fragmento, para goce nuestro:
«…la luz que hace cambiar los rostros y las formas es tan sólo mitad de lo que a solas por sí mismo perfecciona el suelo cuando vienen volando por el cauto abismo de su muchedumbre las lívidas palomas perseguidas por el hálito azul de la pedrada».
(Kitty Hawk)
La longitud de la locución bien nos podría devolver, como salto de rebote, desde Whitman al legendario griego ciego (que es un origen); pero la inusitada aleación de los recursos y las conmociones que se desencadenan son muy privativas del poeta que ahora nos ocupa. Por regla general, la poesía es -y debe ser- extracto, condensación, compresiva unión de concepto y forma que apunte al destello puro (tal vez por eso recomienden la retórica y lo que podría llamarse nueva preceptiva el criterio de la economía de palabras); sin embargo, para un poeta de excepción, esto es sólo poste referencial. Obsérvese con qué destreza y grandiosidad maneja José Alejandro Peña la locución extensa: como si la palabra fuese un demonio que se desencadena, el brío de un caballo desbocado, o un disparo que avanzara incesante hacia un inalcanzable objetivo que progresivamente -y por magia- se alejara. Alejandro saca también provecho, para encontrar su ritmo, de la asociación de técnicas tan diversas como el tono sentencioso, la incisión paradojal, la postura existencial, el hipérbaton, el mutismo y la aliteración… Esta última es columna fundamental de su estructura. A mi entender, la aliteración, igual que la rima, como recurso técnico, dota la expresión de una verdad ultra-sensorial que resbala sabiamente por los resquicios de interconexión entre «logos» y «pathos»; la aliteración, como la rima bien empleada, es una coordinación arbitrariamente intencional del lenguaje, que resulta verdadera como consecuencia del hacer y del actuar de una inteligencia impersonal y subrepticia presente siempre en toda acción comunicante, pero decididamente indispensable en la materialización del discurso poético. Tal vez la aliteración no sea sino una rima interna. Veamos:
«El oro y sólo el oro es puro para el hombre»
(Cóctel)
«Y yo urda el zurdo azar y arda»
«Uña huraña que baña los relojes de fiebre y Palimpsesto»
«Por el lúpulo y el ópalo del óvulo marino»
(Aullando solo…)
«Esa alegría dura lo que dura el durazno»
(Manteo)
Todo esto es relativo a su poética. En cuanto a su versificación strictu sensu, se exhibe una intencional distribución anárquicas de sus versos, con ánimo de romper la tradicional tipografía y distribución de la línea poética en el marco de la página. A veces pasa medalaganariamente del verso a la prosa poética en un mismo poema. Sin embargo, como ocurre con muchos poetas de nuestra generación (y en otros tan revolucionarios como Huidobro), el ritmo clásico está latente siempre, marcando el aire y los compases. Por ejemplo, abunda el verso abiertamente alejandrino:
«O la viudez de tanta / alevosía indócil»
(Eclipse)
«Todas las mariposas / se suicidan volando»
(Las semiverticales…)
«Jarra llena de efluvios / y muchachas con díscolos»
(Jarra)
«En su diafanidad / la noche es casi el día»
(Rodeo)
A veces un alejandrino un tanto velado:
[«El oro y sólo el oro / es puro para el hombre] que»
(Cóctel)
También los hay endecasílabos, y en profusión:
«Sin vendajes ni duelo ni corona»
(Epitafio…)
«Yo arrojo al viento pétalos maduros»
(El viento)
«Todo lo que digo termina en equis»
(Cállate)
Veamos el endecasílabo llamado de gaita gallega, con acentos rítmicos en cuarta y séptima silabas:
«Hacemos síno bajár súbitamente»
(Jungla)
O a veces apoya su ritmo en pies cuantitativos a la manera grecorromana. En pies de tres emisiones o sílabas:
«Yo los mí / ro llegár / con la piér / na cubiér / ta de»
Y en pies de cuatro emisiones: «Por el lúpu / lo y el ópa / lo del lóbu / lo marino»
Estas resonancias del verso tradicional no restan, de forma alguna, originalidad a la escritura alejandrina (es decir, en este caso, de José Alejandro), sino que la enriquecen. Su originalidad reside en el pulso de la emoción generada por la imagen virginal, y la imagen se genera por el conjuro de la desnuda Palabra. «La palabra cuya pureza o cuya impureza la capte sólo el viento descuidado». …Se me ocurre que quien dijera «No hay nada nuevo bajo el sol», posiblemente no haya topado con la escritura de José Alejandro Peña, ya por una trampa indecible del destino o por una conjugación caprichosa de las manijas del azar.
León David: poética y estética de una pluma ejemplar
Por Leopoldo Minaya
Grande es el misterio que impele a los hombres a tentar los hados con el
acto denodado de la creación artística, y a pretender ese acto trascendente y significativo.
Tiempo, esfuerzo, concentración, abstracción, emoción, exacción de energías vitales
en pos de un objeto que retribuye esencialmente —a hacedor y a receptor— repleción
espiritual: tarea, en principio, acometida al margen de aspiraciones materiales
o consideraciones utilitarias…
Ante tal misterio, y ante las posibilidades del artífice frente a tal
misterio, en 1916, Huidobro ha asegurado: «El poeta es un pequeño Dios»,[i] quizás
como ratificación de lo ya expresado y sentido por Villaespesa diez años antes,
en 1906, cuando se descubre «igual que un Dios, creando y destruyendo mundos».[ii]
¿Mas cuán valedera resulta la pretendida asimilación de lo humano a lo
divino cuando tanta conmoción y desvelo reclaman al poeta sus escurridizas creaciones;
tanto estremecimiento de alma y de conciencia? Pueden los dioses crear, sean estos grandes o
pequeños, con una especie de «¡Hágase la luz!» en que deseo y obra se
sometan a un practicable y único instante de consumación…, mas no el poeta. El poeta revestido de auras divinas nos
parecerá aseveración asaz lisonjera, pero incorrecta, si nos abandonamos a la ¿trágica? especulación en que las artes en sentido general, y el arte
que llamamos «Poética» en particular, configuran más bien una forma de protesta
o de autoafirmación del ser humano esencial al saberse desheredado de la
condición divina, de su nobleza inmanente, de sus virtudes supremas, de sus
perpetuas posibilidades…
Réprobo o remedo de divinidad, el poeta se nos revela no obstante figura
de excepción entre las presencias universales, en cuanto maneja como materia
prima intrincada red de pasiones, sensaciones, pensamientos, sentimientos, emociones. No es el poeta el forjador de líneas más o
menos felices, o aquel que muestra primaria propensión hacia lo ritmado o hacia
lo rimado (porque esa es la figura del aficionado), ni es el hacedor de obras suficientes y hasta de cierto mérito,
aceptadas como actos logrados por la opinión de las medianías (porque esa es la
figura del versificador); el poeta es el
sostenedor del Canto. El Canto es
sabiduría cósmica. El Canto fluye por los resquicios del universo y se despeña
como una inmensa catarata. El Canto es vida e instante enlazados al través de
una propensión lúdica revestida de orden, belleza y armonía. Muy pocos logran
comprender que el Canto es la Entidad eterna
e infinita, y que el poeta es el órgano fonador del Canto, para que alcancen
a vislumbrar los hombres los misterios fundacionales; por eso todo poema se
revela manifestación colectiva: la voz del poeta encarna a la postre su propia voz y la voz de
los hombres —de todos los hombres de
todas las épocas reunidos y presentados para
mejor intelección y por sutileza mental como una sola, única y abarcadora generación.
Estos primeros principios nos parecen indispensables al adentrarnos en la
obra poética de un artista del relieve de León David, cultor de alturas y
profundidades que ha podido desde las letras hispánicas —por vía de la decantación
de proposiciones y acordes— perfeccionar su lira hasta lograr la pulsación de
las aceradas cuerdas que con extrema tensión pronuncian y articulan rapsodias
universales.
Trece obras poéticas constituyen la contribución del género «Poesía» a
las Obras completas de León David:
desde las canciones juveniles fechadas en 1964, intituladas Mudez en agonía y Coplas de espejismos y caracoles, hasta el Cántico blasfemo del año 2012. En todas trece, con el empleo alternativo
de un afirmado versolibrismo, puede
notarse en León David la propensión a mantener vigentes las formas clásicas o tradicionales de la versificación
en lenguas romances, apoyadas estas últimas en la uniformidad silábica, el acento
rítmico, la eufonía y la afinidad prosódica. Tan extendidos se encuentran los
errores de apreciación hoy día, por la excesiva divulgación de especulaciones
más o menos juiciosas o sensacionalistas
que persiguen persuadir razonadamente o impresionar más allá de la sensatez, que quienes
pretendan explicar estas obras poéticas davidianas se verán en la necesidad de emplear
sus iniciales argumentaciones en despejar prevalecientes desaciertos referidos
a que el poeta de hoy está en la obligación imperiosa de abandonar las formas
clásicas de versificación… en aras de dejar constancia de su “modernidad” y de partir
desde una total libertad en la expresión.
La poética de León David no riñe en absoluto con la aspiración de
libertad total; antes la confirma: el poeta debe partir desde la entera autonomía,
esa libertad que le permita escoger a su
sola discreción las formas y materiales de su canto, sin que le sean impuestos
por exigencias exteriores… Al optar libérrimamente por el verso libre o por el tradicional,
nuestro autor no está haciendo otra cosa sino manifestando en cada caso el
empleo de su libertad individual para prescribir el modo y la dirección que
quiere ver estampados en sus creaciones, prerrogativa inalienable al poeta (en
cuanto responsable de su propio prestigio o desdoro ante la posteridad) y que
no puede permitir que resulte conculcada
por teorías inconsistentes que se apoyen —más que paradoja, abierta
contradicción— en el idéntico reclamo de emancipación.
… León David ha demostrado ser poeta de excepción tanto en verso libre
como en verso tradicional; como
evidencia nos remitiríamos a cualquiera de sus títulos. En los versos sueltos del
poema «Juan», del volumen Poemas del hombre anodino, «dedicado a
un chiquillo oscuro de ojos de garza triste, pequeño limpiabotas de mi barrio»,
y en los versos medidos del poema «La Idea de Platón», del libro Los nombres del olvido —donde
parafrasea, interpreta, especula y a su manera amplía la teoría de la Forma expuesta por el célebre pensador de la Grecia
antigua— se hallan idénticos niveles de excelsitud estética, sustentados: o por una sensibilidad desbordante que desnuda
la belleza del espíritu de aquel que puede escalar la magnificencia de la más encumbrada
y a la vez ignorada entre las virtudes humanas —que es la compasión —, o por
los estremecimientos líricos de una inteligencia que se desparrama en los
vórtices de la reflexión sustantiva. Pero el verso clásico resulta (a no dudarlo)
su «valido», su «privado».
En los prolegómenos al poemario Carmina,
León David apunta: «Siempre me he sentido atraído por el verso sonoro,
redondo y puro; el que cuando dice canta; el que cuando canta embelesa… Sin
embeleso no hay poesía…» Frente a tamaña inclinación al canto y al embeleso,
resulta fácil comprender el apego del autor de Cincuenta sonetos para amansar la muerte a las formas clásicas,
donde melodía y significación en unidad indivisible aspiran a desentrañar del
Canto sus sentidos y ultimidades (por cuanto el Canto, sin el poeta, sería tan
solo música inmanente en las honduras universales).
En su Arte poética, poema-libro
en versos alejandrinos de consonancias alternas, publicado en 2009, León David
inicia diciendo:
Dadme el verso desnudo, musical,
transparente,
en cuya carne gima el
alma en cautiverio [iii]
para agregar en la estrofa siguiente:
Dadme el verso que plañe igual que la
guitarra,
el que todo estremece de
pronto como un sismo.[iv]
Ahora bien, alguno se preguntará si una vez hecha
la libérrima elección del verso clásico no constituiría un abandono instantáneo
de la libertad alegada el hecho de someterse el bardo de manera rayana a
constricciones de orden formal en los que el fluir y el discurrir del enunciado
se encuentren seriamente comprometidos. Responderé
a esta inquietud por vía de la experiencia personal. Conocimos al autor, creo
estar seguro, en 1983; y nos ha distinguido con su fraterna amistad desde 1993.
Durante ese tiempo hemos tenido ocasión
de conversar resueltamente sobre el arte que nos convoca: el arte del poetizar.
Nos ha revelado una convicción.
Ha dicho que en el verso clásico el oficiante se impone (notad que pongo aquí en negrillas la variante pronominal «se»[v]) restricciones
formales que representan a la vez desafíos que permitirán al vate desarrollar y
exponer al máximo sus potencialidades; sorteando escollos, salvando obstáculos,
demuestra de paso el vigor y las capacidades de su plectro… (su opinión no la presento aquí de manera literal,
sino exegética). Hemos asentido,
estuvimos de acuerdo con su sentir, y hemos agregado que tal planteamiento se
aviene además con el carácter lúdico de la creación artística, en donde igual que en un juego de niños el disfrute se
hace intenso cuando a la consumación de lo pactado se agrega la compleción de
las más diversas e increíbles dificultades y contratiempos. Substituyendo convencionalmente procedimiento
por contenido, de patrones lógicos imbricados, ¿no es esto lo que auxilia al rapsoda de las Epopeyas
cuando permite a Ulises retornar a la ansiada Ítaca, o cuando hace a Héctor finalmente
yacer para ser arrastrado por bríos de caballos ante el pavor de Príamo? «El
Canto es vida e instante enlazados al través de una propensión lúdica revestida
de orden, belleza y armonía», ya dijimos. “Writing
free verse is like playing tennis with the net down”, ya dijo Robert Frost.[vi]
Lo argüido con respecto
al canon métrico y la gradación en que
afecta o no la libertad individual, se extiende al recurso accesorio del consonante,
otro de los modos empleados abundantemente por León David en su poética
ejemplar. Traída y halada —las más de las veces… de manera lastimosa— por la
iteración popular, la rima no agota sin embargo la plenitud de sus
posibilidades cuando un artista de muy amplia cultura como León David se asoma
a sus portales con una pluma en la que, podría decirse, gira en casi toda su
extensión la riqueza del lenguaje; esto, sin agregar que la rima constituye per se uno de los misterios de la lengua
en que intuiciones y aprehensiones del hombre hallan
piedra de confirmación en una subyacente Verdad de orden metafísico desprendida
de la fricción del logos esencial con la despierta consciencia en la
experiencia justificante de los actos al existir.
¿Quién se atreve reparar en metros o en ausencia de metros, en rimas o
en ausencia de rimas, cuando el poeta ha llevado hasta el linde la tensión
creativa y ha paseado con exuberancia y excelencia las virtudes de su numen,
haciendo brotar la energía de la frase en arrebato constante de sublimidad
emotiva? Veamos los trabajos que he
referido, el poema «Juan», que leeré
con alguna abreviación, y el poema «La Idea
de Platón», que leeré en toda su extensión, y démonos la oportunidad de
distinguir entre poesía y poesía esencial, entre el poema y el gran poema.
Leamos, primeramente a «Juan»:
Juan,
pequeño
limpiabotas de mi barrio,
hoy
te quiero cantar a ti,
aunque
no sé
cómo
empezar mi canto.
………………….
Nadie
me dijo a mí que eras importante
y
que valía la pena retratar el betún de tu mirada…
…………..
Nadie
me dijo,
pequeño
limpiabotas de mi barrio,
que
tú valías la pena,
que
tú, también, tenías derecho a una palabra.
Ellos
no me enseñaron cómo
cantarte
a ti.
Me
dijeron que cantara la tarde,
que
elevara mi canto con la brisa…
hacia
el ocaso.
………….…
Pero
no me enseñaron cómo cantarte a ti,
y
ahora no sé qué palabra es la justa
ni
cómo comenzar este poema.
Perdóname,
Juan,
si
no te sé cantar como mereces,
pues yo nunca he vivido tu agonía de la calle
macilenta,
tu trapo,
tu betún,
tu cepillo marrón,
tu vieja caja.
…………
No sé cómo es que suena tu apellido,
pero tienes un nombre
y ese nombre me basta. Te llamas:
Juan invierno, Juan frío, Juan desnudo,
Juan del piso de tierra,
Juan de la calle,
Juan camisa sin mangas,
Juan sed, Juan ganas de comer,
……….
Juan quiero ir a la escuela,
Juan limpia los zapatos,
Juan llega tarde a casa,
Juan le pegan,
Juan de los diez hermanos,
Juan violaron tu madre,
Juan tú lloraste a solas muchas veces,
Juan sin consuelo,
Juan betún, Juan cepillo, Juan trapo…..,
Juan sol del mediodía en el banco del parque
y sin escuela,
Juan niño que murió durante todo el tiempo
asesinado,
todos los días, en el banco del parque,
merodeando las latas de basura
…………….
……………
Juan,
hoy te quiero componer un poema,
hoy que tú ya no existes,
hoy que nadie recuerda tu caja de zapatos,
…………
hoy que está solo el banco de la plaza
donde tú te sentabas a esperar al cliente con la
mirada lejos….
…………
yo quisiera pedirte perdón por estos versos…
…..
Yo te pido perdón por un poema que no te supe hacer
y que nadie hará porque no estás aquí,
porque hay que ser poeta, pequeño Juan,
poeta como tú…
Hagamos notar, ante todo, la desenvoltura y
naturalidad con que León David maneja el verso libre, cómo hilvana las frases
para dejarlas caer con elegancia y donosura hasta el patetismo final de su desgarradora
significación (el impacto del poema podría conllevar al inicio de una larga
cadena de razonamientos que desembocarían, tal vez, en la cavilación de si
realmente somos tan humanos como decimos, y a inquirir sobre la finalidad del
mundo de los hombres, donde la iniquidad nos parece a veces ser la regla y el
acto de justicia la abrumadora excepción…, todo como resultado de la grande
carga emotiva que de la pieza literaria se desprende, particularidad por la que
empezaríase a estimar su valor literario, entendido el arte como forma de
comunicación a mejorado nivel). Las fuentes de inspiración de este poema pueden
ser halladas en la invención popular, con ecos en suelo sudamericano en las argentinas
creaciones musicalizadas «Juan Tequila» y «Juan Boliche», en el «João» callejero de
las favelas brasileñas; en el «Juan Pueblo» continental y en todos los Juanes en
que la miseria, el hambre, el hombre y el ultraje social se ciñen en su paridad
y compleméntanse. Como acometida de retorno, el personaje infantil de León
David genera mayor indignación, empatía y conmiseración por la lógica
proporción en la que siendo más débil la victima nos parece más cruento el
verdugo...
Pero
veamos ahora el poema «La Idea de Platón»:
La
Idea de Platón, esa inmutable
Primera
claridad, lumbre perdida,
Del
saber fuente, fuente de la vida
Que
mis ojos elude, inabarcable…
Lo
que mis ojos ven y lo que nombra
El
labio desleal con torvo apaño
Es
error, ilusión, quimera, engaño,
Especioso
discurso de la sombra.
¿Quién
se puede fiar de lo que crece?
El
tiempo es un tahúr que todo trueca:
Hoy
brote tierno, mañana rama seca,
Polvo
al final que el tiempo desvanece.
Solo
la Idea indómita resiste
El
asalto brutal de la jornada,
El
filo de esta angustia, de esta Nada
Que
estruja, muerde, corta, quema, embiste…
La
Idea de Platón, única estancia
Donde
mora el instante detenido,
Donde
la Eternidad, -sordo bramido-
Prolonga
en el añoro su fragancia.
Es
la Verdad que la palabra hospeda,
Es
la Belleza que en la flor fulgura,
Presencia
de lo eterno en la impostura
De
todo lo que pasa… lo que queda.
El
único pilar al que la mente
Puede
asirse en su vuelo temblorosa,
La
que hace que la rosa sea la Rosa
Vulnerable,
fugaz y permanente.
Es
la que rompe el oprobioso estigma
De
esta tránsfuga carne desahuciada,
La
única que siembra en la mirada
El
relámpago oscuro del enigma.
Idea
primordial, Modelo ignoto
De
aquella inmemorial región arcana
En
donde tañe y tañe la campana
Del
apremiado ayer, del hoy remoto.
Forma
esencial que canta y enmudece
Y
que todo lo llena con porfía,
Que
más allá del polvo y de la impía
Vorágine
del tiempo, permanece.
…Yo
pasaré, pero otro yo en la pura
Latitud
transparente siempre habita;
Y
cuanto más mi carne se marchita,
Más
la verdad de ese otro yo perdura.
Solo
la Idea, que amorosa escruta
Mi
alma en su afán de augustos esponsorios,
Desdeña
altiva los fastos ilusorios
Del
oropel que la belleza enluta.
La
Idea, en fin, que atado en la caverna
No
acierta el hombre a contemplar de frente
Sin
ser apuñalado, mansamente,
Por
la nuda Verdad, casta y eterna.
Solo una lectura es necesaria para percatarnos de que nos hallamos
frente a uno de los grandes poemas jamás escritos en la literatura occidental.
La carga conceptual interpretativa que opone lo eterno a lo transitorio, lo
permanente a lo mudable, lo imperecedero a lo pasajero, lo inteligible a lo sensible, en fin, la reelaboración
de la teoría de la Forma en que el arquetipo modela los componentes del mundo físico —cambiante,
irreal sin otra realidad que la desprendida de la reproducción de lo Esencial—
es expresada por León David henchida de ritmo[vii] y
armonía, con un estilo vívido, brioso, intenso, que redimensiona la teoría
general al aportarle una gozosa
individualidad que se reconoce unida en ónticas sonoridades al fluir de lo
magnificente en cuanto portador de la revelación salvífica que plantea una
creíble y verosímil organización totalizante
de los arcanos, el cosmos, la luz y lo divino ante tantas
incertidumbres, oscuridades, aprensiones, dubitaciones y —en ocasiones
innumerables— falacias sistematizadas. Contrario a las leyes del magnetismo en la
materia, en el mundo espiritual e intelectual los polos iguales se atraen y
complementan. Es costumbre de León David
cantar el canto de los excelentes, como diálogo y comunión, como resuelta
emulación, como muestra de la excelencia
que de su alma se desprende. El poeta, ha asegurado Thomas Carlyle: «No puede
cantar al heroico guerrero si él no es también un heroico guerrero. Imagino que
en él está el político, el pensador, el legislador, el filósofo, que pudo ser
todo eso, que lo es en su fondo».[viii]
Sin la construcción tradicional en versos endecasílabos con rima
consonante y acento rítmico en sexta sílaba este poema no hubiese sido este
poema, porque su belleza increíble resulta de la interacción de todos sus
elementos constitutivos sobre ese fondo musical, resultado final en el que nos
vemos forzados a apreciar mucho más allá del fondo y de la forma, y ver en él también la síntesis, la densidad y la
consiguiente esencialidad como
atributos generativos. Es decir: forma como arquitectura verbal, fondo como carga conceptual o contenido,
síntesis como la simbiosis
particular que fondo y forma prohíjan para significar especialmente, densidad
como la macicez discursiva ante la profusión de significantes y
significados… para entregar
indefectiblemente esencialidad, que
es la condición trascendente del objeto de arte, entendiéndose por
“trascendente” su viso de intemporalidad, y entendiéndose la intemporalidad
como una consecuencia de su proximidad al grado absoluto de Perfección
genesíaca. Esto
hace León David en «La Idea de Platón» y prácticamente en cada uno de los poemas que constituyen el libro de
procedencia, Los nombres del olvido:
arte fundacional que queda como referencia
para el devenir como roca inamovible.
Esta «esencialidad» o «trascendencia» o «viso de intemporalidad» permite
a León David ser un poeta moderno. Sí; como lo habéis oído: es un poeta
moderno, innovador, novedoso, no importa cuánto lo disimulen sus desfogues
arcaizantes; moderno, pero no a fuer de sentir desprecio por la tradición, o
por la asunción categórica de artificios y malabarismos que no pocas veces
comprometen la limpidez, la propiedad y la belleza de la expresión.
León David se suma en la aspiración de todo artista contemporáneo de
contar con novedad y modernidad entre los atributos de sus creaciones. No
penséis que me habría contentado con la actitud simplona de alegar que su arte
es novedoso por cuanto contrasta con las formas de presentación de las obras de
arte de la generalidad de los trovadores coetáneos (razonamiento que no deja de
tener cierto peso, pues lo «nuevo» se hace viejo por el uso desmedido y el
desgaste, y lo «viejo» se hace nuevo cuando
constituye ya forma de diferenciación… ); no, no: hagamos notar primeramente la ambigüedad, el relativismo, la naturaleza
refutable y hasta la inconsistencia de las teorizaciones cuando en materia de
arte se deja de lado su razón esencial; por ejemplo: los poetas abandonan viejos moldes en aras de
la libertad, pero en aras de la libertad los pintores cubistas desdicen las
reglas de la perspectiva para refugiarse
en armazones geométricos, perdiendo de paso espontaneidad y flexibilidad en el
trazado, encerrándolo en rectos o curvos patrones predeterminados, vale decir,
renunciado a la (su) «libertad de
expansión del movimiento»; y también: se
abandona la regla, pero el abandonar la regla, en sí mismo, constituye una
regla; ¡y todo, otra vez, en rimbombantes
manifiestos que pregonan la libertad o la modernidad o la innovación!; ya siglos de especulaciones en torno a la
obra de arte sin que se logre ver a unanimidad, con pulsante claridad y con
carácter irrecusable y definitivo que el
objetivo y razón esencial del Arte es la transcendencia, y que la trascendencia
no tiene que ver forzosamente con la modernidad o la novedad como son
entendidas siempre que se pretenden, sino con la intemporalidad o clasisidad,
término que encierra forzosamente los anteriores, porque la obra de arte
trascendente (o intemporal o clásica), por lo mismo, ¡es moderna siempre,
siempre nueva, siempre renovadora, siempre innovadora…!
Ante tales razonamientos, el criterio de la obligación del poeta a ser
moderno con el uso de artificios y caligramas y supresiones y malabarismos, y
la opinión de que «a épocas distintas, distintas poéticas» ceden y se
derrumban. Eso lo demuestra en «Juan» y en «La Idea de Platón» y en «El viaje», y en «Los nombres del olvido», y en «El retorno de Ulises», y en «Heráclito "el Oscuro"», y en el conjunto de sus grandes composiciones León
David, el del trazo apolíneo, el del torrente interior, el de la riqueza
conceptual, el de la trascendente emoción; León David, el que arroja la
intuición y la aprehensión al fuego del enigma inexorable; León David, el más
genuinamente clásico y helénico entre las bardos sobresalientes de las letras
nacionales.
[i]
Vicente Huidobro, El espejo de agua,
Buenos Aires, 1916.
[ii]
Tristitiae rerum, poema “Hastío” (soneto), Francisco Villaespesa,
Madrid, 1906.
[iii]
Arte poética, versos 1 y 2.
[iv]
Ibídem, versos 6 y 7.
[v]
N. del A.
[vi] «Escribir versos libres es como jugar al tenis
con la red abajo». Robert
Frost, Address at Milton Academy, Massachusetts, 1935.
[vii]
Recorro algunos aspectos del ritmo
del poema «La Idea de Platón» por su
carácter cardinal en la importancia de la pieza, y porque constituye una
demostración de la manera adjetiva en que el paso del tiempo y el cambio de
época afectan, para beneficio, la estructuración formal de la trova en versos
tradicionales, sin que ello motive a opinar que demanden o configuren poética
distinta, considerándolos solo causantes de variedad en el elemento
significante. El ritmo vigoroso y
cautivante en «La Idea de Platón» se
encuentra determinado por la colocación exacta de dos acentos rítmicos
principales en el verso endecasílabo: los de las sílabas sexta y décima; el
primero como acento de mayor relevancia tonal
para la sustanciación de la melodía, el segundo como acento natural en
la terminación de la línea poética. Lo que busco enfatizar aquí es la
pertinencia de la explotación de la completa variedad de recursos fonéticos de
los que disponen la lengua y el artista para conseguir un ritmo más flexible y
natural. He aquí las palabras claves: flexibilidad y naturalidad, o bien podrían
ser ductilidad y espontaneidad en la presentación del verso clásico de hoy,
distinguiéndolo del verso cataléptico que solían emplear con profusión
neoclásicos y románticos. Valga recordar
que el artista en general se vale del
artificio en todo momento en la consumación de su arte, presentándolo como si
no lo empleara y como si no existiera,
justo como lo hace León David al auxiliarse de la isocronía, el patrón
musical, la diéresis imaginaria, las cesura final (o la intermedia, no en este
caso), el desplazamiento de los acentos,
el atildamiento del monosílabo, el aprovechamiento tonal de las contracciones,
entre otras prácticas que solían censurarse en los poetas antiguos o a aceptárseles con reticencia. En la vasta mayoría de los versos del
poema «La Idea de Platón» el acento
rítmico cardinal de sexta sílaba se encuentra cómodo en su justo lugar, por
ejemplo:
La Idea de Pla/tón/, esa inmutable
Primera clari/dád/, lumbre perdida,
Del saber fuente, /fuén/te de la vida
Que mis ojos e/lú/de, inabarcable…;
en el noveno
verso, el ritmo reclama un artificio retórico para mantener la eufonía,
trasladándose con el mismo el acento rítmico de la quinta sílaba a la
sexta: este recurso puede ser una diéresis
imaginaria o un hiato que disuelva el diptongo para motivar el desplazamiento
acentual, leyéndose el verso así en el caso de la diéresis[vii]
:
¿Quién se puede /fïár/ de lo que crece?
y se leería
así en caso de preferirse el hiato[vii]:
¿Quién se puede fi-/ár/ de lo que crece?
En el verso
número 11:
Hoy brote tierno, /ma/ñá/na rama seca
el discurso
conserva su ritmo por una de estas cuatro soluciones que menguan la frase
dodecasílaba y reparan la ametría: o por la aplicación circunstancial del
efecto enunciado por T. Navarro Tomás referido a la substitución eventual del isosilabismo por el isocronismo, o
por aplicación del efecto del canto, en que la elocución aumenta o disminuye la
velocidad de fonación según se quiera ganar o perder espacios de tiempo o
longura en la dispensación de la frase (acelérase levemente el discurso en este
caso concreto), o por el aprovechamiento de la cesura final del verso anterior
para embutir la primera sílaba del verso en cuestión; o por lo que pasaremos a
denominar «recurso del rapto» mediante el cual un acento bien marcado en una
sílaba determinada (en este caso la segunda) produce el efecto de rapto o
absorción de la inmediatamente posterior (en este caso la tercera) por causa de
una declinación tonal que abre un espacio imaginario pero sensible entre una
sílaba altamente tónica y la mediatamente siguiente.
En los versos verso 21, 47 y 48 permítese al acento rítmico recaer sobre
monosílabos:
Es la verdad que /lá/ palabra hospeda 21
Desdeña altiva /lós/ fastos ilusorios 47
Del oropel que /lá/ belleza enluta. 48
En los versos 22, 41 y 44 en contracción:
Es la belleza /queén/ la flor fulgura 22
…Yo pasaré, pe/roó/tro yo en la pura. 41
Más la verdad deeseótro yo perdura 44
En los versos 29 y 45 el ritmo ordena la
conversión de una palabra paroxítona en sobreesdrújula, y en el verso 50 un
vocablo oxítono cambia a esdrújulo:
Es la que rompe el /ó/probioso
estigma 29
Solo la idea /queá/morosa escruta 45
No acierta el hombre a /cón/templar de frente 50
En el verso 32 el ritmo reclama un hiato
inicial, que destruye una sinalefa y hace que el acento rítmico se desplace de
la quinta a la sexta sílaba; hiato casi natural, pronunciado sin ningún
esfuerzo ni dificultad por la circunstancia de encontrarse entre una vocal
fuerte («a») y una débil («u») tanto prosódica como ortográficamente
acentuada:
La-única que /siém/bra en la mírada.
Finalmente, una forma distinta y general de definir el ritmo en el poema «La Idea de Platón» es concebir el verso endecasílabo estructurado en pies cuantitativos (de nuevo tipo, para lenguas neolatinas) de cuatro emisiones vocálicas con acento fijo en la segunda emisión, que se mueve a veces a la tercera para fines de variación melódica.
Finalmente, una forma distinta y general de definir el ritmo en el poema «La Idea de Platón» es concebir el verso endecasílabo estructurado en pies cuantitativos (de nuevo tipo, para lenguas neolatinas) de cuatro emisiones vocálicas con acento fijo en la segunda emisión, que se mueve a veces a la tercera para fines de variación melódica.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)