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Finalmente, una forma distinta y general de definir o concebir el ritmo en el poema «La Idea de Platón» es concebir el verso endecasílabo estructurado en pies cuantitativos (de nuevo tipo, para lenguas neolatinas) de cuatro emisiones vocálicas con acento fijo en la segunda emisión, que se mueve a veces a la tercera para fines de variación melódica.
León David: poética y estética de una pluma ejemplar
Grande es el misterio que impele a los hombres a tentar los hados con el acto denodado de la creación artística, y a pretender ese acto trascendente y significativo. Tiempo, esfuerzo, concentración, abstracción, emoción, exacción de energías vitales en pos de un objeto que retribuye esencialmente —a hacedor y a receptor— repleción espiritual: tarea, en principio, acometida al margen de aspiraciones materiales o consideraciones utilitarias…
Ante tal misterio, y ante las posibilidades del artífice frente a tal misterio, en 1916, Huidobro ha asegurado: «El poeta es un pequeño Dios», [i] quizás como ratificación de lo ya expresado y sentido por Villaespesa diez años antes, en 1906, cuando se descubre «igual que un Dios, creando y destruyendo mundos». [ii]
¿Mas cuán valedera resulta la pretendida asimilación de lo humano a lo divino cuando tanta conmoción y desvelo reclaman al poeta sus escurridizas creaciones; tanto estremecimiento de alma y de conciencia? Pueden los dioses crear, sean estos grandes o pequeños, con una especie de «¡Hágase la luz!» en que deseo y obra se sometan a un practicable y único instante de consumación…, mas no el poeta. El poeta revestido de auras divinas nos parecerá aseveración asaz lisonjera, pero incorrecta, si nos abandonamos a la ¿trágica? especulación en que las artes en sentido general, y el arte que llamamos «Poética» en particular, configuran más bien una forma de protesta o de autoafirmación del ser humano esencial al saberse desheredado de la condición divina, de su nobleza inmanente, de sus virtudes supremas, de sus perpetuas posibilidades…
Réprobo o remedo de divinidad, el poeta se nos revela no obstante figura de excepción entre las presencias universales, en cuanto maneja como materia prima intrincada red de pasiones, sensaciones, pensamientos, sentimientos, emociones. No es el poeta el forjador de líneas más o menos felices, o aquel que muestra primaria propensión hacia lo ritmado o hacia lo rimado (porque esa es la figura del aficionado), ni es el hacedor de obras suficientes y hasta de cierto mérito, aceptadas como actos logrados por la opinión de las medianías (porque esa es la figura del versificador); el poeta es el sostenedor del Canto. El Canto es sabiduría cósmica. El Canto fluye por los resquicios del universo y se despeña como una inmensa catarata. El Canto es vida e instante enlazados al través de una propensión lúdica revestida de orden, belleza y armonía. Muy pocos logran comprender que el Canto es la Entidad eterna e infinita, y que el poeta es el órgano fonador del Canto, para que alcancen a vislumbrar los hombres los misterios fundacionales; por eso todo poema se revela manifestación colectiva: la voz del poeta encarna a la postre su propia voz y la voz de los hombres —de todos los hombres de todas las épocas reunidos y presentados para mejor intelección y por sutileza mental como una sola, única y abarcadora generación.
Estos primeros principios nos parecen indispensables al adentrarnos en la obra poética de un artista del relieve de León David, cultor de alturas y profundidades que ha podido desde las letras hispánicas —por vía de la decantación de proposiciones y acordes— perfeccionar su lira hasta lograr la pulsación de las aceradas cuerdas que con extrema tensión pronuncian y articulan rapsodias universales.
Trece obras poéticas constituyen la contribución del género «Poesía» a las Obras completas de León David: desde las canciones juveniles fechadas en 1964, intituladas Mudez en agonía y Coplas de espejismos y caracoles, hasta el Cántico blasfemo del año 2012. En todas trece, con el empleo alternativo de un afirmado versolibrismo, puede notarse en León David la propensión a mantener vigentes las formas clásicas o tradicionales de la versificación en lenguas romances, apoyadas estas últimas en la uniformidad silábica, el acento rítmico, la eufonía y la afinidad prosódica. Tan extendidos se encuentran los errores de apreciación hoy día, por la excesiva divulgación de especulaciones más o menos juiciosas o sensacionalistas que persiguen persuadir razonadamente o impresionar más allá de la sensatez, que quienes pretendan explicar estas obras poéticas davidianas se verán en la necesidad de emplear sus iniciales argumentaciones en despejar prevalecientes desaciertos referidos a que el poeta de hoy está en la obligación imperiosa de abandonar las formas clásicas de versificación… en aras de dejar constancia de su “modernidad” y de partir desde una total libertad en la expresión.
La poética de León David no riñe en absoluto con la aspiración de libertad total; antes la confirma: el poeta debe partir desde la entera autonomía, esa libertad que le permita escoger a su sola discreción las formas y materiales de su canto, sin que le sean impuestos por exigencias exteriores… Al optar libérrimamente por el verso libre o por el tradicional, nuestro autor no está haciendo otra cosa sino manifestando en cada caso el empleo de su libertad individual para prescribir el modo y la dirección que quiere ver estampados en sus creaciones, prerrogativa inalienable al poeta (en cuanto responsable de su propio prestigio o desdoro ante la posteridad) y que no puede permitir que resulte conculcada por teorías inconsistentes que se apoyen —más que paradoja, abierta contradicción— en el idéntico reclamo de emancipación.
… León David ha demostrado ser poeta de excepción tanto en verso libre como en verso tradicional; como evidencia nos remitiríamos a cualquiera de sus títulos. En los versos sueltos del poema «Juan», del volumen Poemas del hombre anodino, «dedicado a un chiquillo oscuro de ojos de garza triste, pequeño limpiabotas de mi barrio», y en los versos medidos del poema «La Idea de Platón», del libro Los nombres del olvido —donde parafrasea, interpreta, especula y a su manera amplía la teoría de la Forma expuesta por el célebre pensador de la Grecia antigua— se hallan idénticos niveles de excelsitud estética, sustentados: o por una sensibilidad desbordante que desnuda la belleza del espíritu de aquel que puede escalar la magnificencia de la más encumbrada y a la vez ignorada entre las virtudes humanas —que es la compasión —, o por los estremecimientos líricos de una inteligencia que se desparrama en los vórtices de la reflexión sustantiva. Pero el verso clásico resulta (a no dudarlo) su «valido», su «privado».
En los prolegómenos al poemario Carmina, León David apunta: «Siempre me he sentido atraído por el verso sonoro, redondo y puro; el que cuando dice canta; el que cuando canta embelesa… Sin embeleso no hay poesía…» Frente a tamaña inclinación al canto y al embeleso, resulta fácil comprender el apego del autor de Cincuenta sonetos para amansar la muerte a las formas clásicas, donde melodía y significación en unidad indivisible aspiran a desentrañar del Canto sus sentidos y ultimidades (por cuanto el Canto, sin el poeta, sería tan solo música inmanente en las honduras universales).
En su Arte poética, poema-libro en versos alejandrinos de consonancias alternas, publicado en 2009, León David inicia diciendo:
Dadme el verso desnudo, musical, transparente,
en cuya carne gima el alma en cautiverio [iii]
para agregar en la estrofa siguiente:
Dadme el verso que plañe igual que la guitarra,
el que todo estremece de pronto como un sismo.[iv]
Ahora bien, alguno se preguntará si una vez hecha la libérrima elección del verso clásico no constituiría un abandono instantáneo de la libertad alegada el hecho de someterse el bardo de manera rayana a constricciones de orden formal en los que el fluir y el discurrir del enunciado se encuentren seriamente comprometidos. Responderé a esta inquietud por vía de la experiencia personal. Conocimos al autor, creo estar seguro, en 1983; y nos ha distinguido con su fraterna amistad desde 1993. Durante ese tiempo hemos tenido ocasión de conversar resueltamente sobre el arte que nos convoca: el arte del poetizar. Nos ha revelado una convicción. Ha dicho que en el verso clásico el oficiante se impone (notad que pongo aquí en negrillas la variante pronominal «se»[v]) restricciones formales que representan a la vez desafíos que permitirán al vate desarrollar y exponer al máximo sus potencialidades; sorteando escollos, salvando obstáculos, demuestra de paso el vigor y las capacidades de su plectro… (su opinión no la presento aquí de manera literal, sino exegética). Hemos asentido, estuvimos de acuerdo con su sentir, y hemos agregado que tal planteamiento se aviene además con el carácter lúdico de la creación artística, en donde igual que en un juego de niños el disfrute se hace intenso cuando a la consumación de lo pactado se agrega la compleción de las más diversas e increíbles dificultades y contratiempos. Substituyendo convencionalmente procedimiento por contenido, de patrones lógicos imbricados, ¿no es esto lo que auxilia al rapsoda de las Epopeyas cuando permite a Ulises retornar a la ansiada Ítaca, o cuando hace a Héctor finalmente yacer para ser arrastrado por bríos de caballos ante el pavor de Príamo? «El Canto es vida e instante enlazados al través de una propensión lúdica revestida de orden, belleza y armonía», ya dijimos. “Writing free verse is like playing tennis with the net down”, ya dijo Robert Frost.[vi]
Lo argüido con respecto al canon métrico y la gradación en que afecta o no la libertad individual, se extiende al recurso accesorio del consonante, otro de los modos empleados abundantemente por León David en su poética ejemplar. Traída y halada —las más de las veces… de manera lastimosa— por la iteración popular, la rima no agota sin embargo la plenitud de sus posibilidades cuando un artista de muy amplia cultura como León David se asoma a sus portales con una pluma en la que, podría decirse, gira en casi toda su extensión la riqueza del lenguaje; esto, sin agregar que la rima constituye per se uno de los misterios de la lengua en que intuiciones y aprehensiones del hombre hallan piedra de confirmación en una subyacente Verdad de orden metafísico desprendida de la fricción del logos esencial con la despierta consciencia en la experiencia justificante de los actos al existir.
¿Quién se atreve reparar en metros o en ausencia de metros, en rimas o en ausencia de rimas, cuando el poeta ha llevado hasta el linde la tensión creativa y ha paseado con exuberancia y excelencia las virtudes de su numen, haciendo brotar la energía de la frase en arrebato constante de sublimidad emotiva? Veamos los trabajos que he referido, el poema «Juan», que leeré con alguna abreviación, y el poema «La Idea de Platón», que leeré en toda su extensión, y démonos la oportunidad de distinguir entre poesía y poesía esencial, entre el poema y el gran poema. Leamos, primeramente a «Juan»:
Juan,
pequeño limpiabotas de mi barrio,
hoy te quiero cantar a ti,
…
cómo empezar mi canto.
………………….
Nadie me dijo a mí que eras importante
y que valía la pena retratar el betún de tu mirada…
…………..
Nadie me dijo,
pequeño limpiabotas de mi barrio,
que tú valías la pena,
que tú, también, tenías derecho a una palabra.
Ellos no me enseñaron cómo
cantarte a ti.
Me dijeron que cantara la tarde,
que elevara mi canto con la brisa…
hacia el ocaso.
………….…
Pero no me enseñaron cómo cantarte a ti,
y ahora no sé qué palabra es la justa
ni cómo comenzar este poema.
Perdóname, Juan,
si no te sé cantar como mereces,
pues yo nunca he vivido tu agonía de la calle macilenta,
tu trapo,
tu betún,
tu cepillo marrón,
tu vieja caja.
…………
No sé cómo es que suena tu apellido,
pero tienes un nombre
y ese nombre me basta. Te llamas:
Juan invierno, Juan frío, Juan desnudo,
Juan del piso de tierra,
Juan de la calle,
Juan camisa sin mangas,
Juan sed, Juan ganas de comer,
……….
Juan quiero ir a la escuela,
Juan limpia los zapatos,
Juan llega tarde a casa,
Juan le pegan,
Juan de los diez hermanos,
Juan violaron tu madre,
Juan tú lloraste a solas muchas veces,
Juan sin consuelo,
Juan betún, Juan cepillo, Juan trapo…..,
Juan sol del mediodía en el banco del parque
y sin escuela,
Juan niño que murió durante todo el tiempo
asesinado,
todos los días, en el banco del parque,
merodeando las latas de basura
…………….
……………
Juan,
hoy te quiero componer un poema,
hoy que tú ya no existes,
hoy que nadie recuerda tu caja de zapatos,
…………
hoy que está solo el banco de la plaza
donde tú te sentabas a esperar al cliente con la mirada lejos….
…………
yo quisiera pedirte perdón por estos versos…
…..
Yo te pido perdón por un poema que no te supe hacer
y que nadie hará porque no estás aquí,
porque hay que ser poeta, pequeño Juan,
poeta como tú…
Hagamos notar, ante todo, la desenvoltura y naturalidad con que León David maneja el verso libre, cómo hilvana las frases para dejarlas caer con elegancia y donosura hasta el patetismo final de su desgarradora significación (el impacto del poema podría conllevar al inicio de una larga cadena de razonamientos que desembocarían, tal vez, en la cavilación de si realmente somos tan humanos como decimos, y a inquirir sobre la finalidad del mundo de los hombres, donde la iniquidad nos parece a veces ser la regla y el acto de justicia la abrumadora excepción…, todo como resultado de la grande carga emotiva que de la pieza literaria se desprende, particularidad por la que empezaríase a estimar su valor literario, entendido el arte como forma de comunicación a mejorado nivel). Las fuentes de inspiración de este poema pueden ser halladas en la invención popular, con ecos en suelo sudamericano en las argentinas creaciones musicalizadas «Juan Tequila» y «Juan Boliche», en el «João» callejero de las favelas brasileñas; en el «Juan Pueblo» continental y en todos los Juanes en que la miseria, el hambre, el hombre y el ultraje social se ciñen en su paridad y compleméntanse. Como acometida de retorno, el personaje infantil de León David genera mayor indignación, empatía y conmiseración por la lógica proporción en la que siendo más débil la victima nos parece más cruento el verdugo...
Pero veamos ahora el poema «La Idea de Platón»:
La Idea de Platón, esa inmutable
Primera claridad, lumbre perdida,
Del saber fuente, fuente de la vida
Que mis ojos elude, inabarcable…
Lo que mis ojos ven y lo que nombra
El labio desleal con torvo apaño
Es error, ilusión, quimera, engaño,
Especioso discurso de la sombra.
¿Quién se puede fiar de lo que crece?
El tiempo es un tahúr que todo trueca:
Hoy brote tierno, mañana rama seca,
Polvo al final que el tiempo desvanece.
Solo la Idea indómita resiste
El asalto brutal de la jornada,
El filo de esta angustia, de esta Nada
Que estruja, muerde, corta, quema, embiste…
La Idea de Platón, única estancia
Donde mora el instante detenido,
Donde la Eternidad, -sordo bramido-
Prolonga en el añoro su fragancia.
Es la Verdad que la palabra hospeda,
Es la Belleza que en la flor fulgura,
Presencia de lo eterno en la impostura
De todo lo que pasa… lo que queda.
El único pilar al que la mente
Puede asirse en su vuelo temblorosa,
La que hace que la rosa sea la Rosa
Vulnerable, fugaz y permanente.
Es la que rompe el oprobioso estigma
De esta tránsfuga carne desahuciada,
La única que siembra en la mirada
El relámpago oscuro del enigma.
Idea primordial, Modelo ignoto
De aquella inmemorial región arcana
En donde tañe y tañe la campana
Del apremiado ayer, del hoy remoto.
Forma esencial que canta y enmudece
Y que todo lo llena con porfía,
Que más allá del polvo y de la impía
Vorágine del tiempo, permanece.
…Yo pasaré, pero otro yo en la pura
Latitud transparente siempre habita;
Y cuanto más mi carne se marchita,
Más la verdad de ese otro yo perdura.
Solo la Idea, que amorosa escruta
Mi alma en su afán de augustos esponsorios,
Desdeña altiva los fastos ilusorios
Del oropel que la belleza enluta.
La Idea, en fin, que atado en la caverna
No acierta el hombre a contemplar de frente
Sin ser apuñalado, mansamente,
Por la nuda Verdad, casta y eterna.
Solo una lectura es necesaria para percatarnos de que nos hallamos frente a uno de los grandes poemas jamás escritos en la literatura occidental. La carga conceptual interpretativa que opone lo eterno a lo transitorio, lo permanente a lo mudable, lo imperecedero a lo pasajero, lo inteligible a lo sensible, en fin, la reelaboración de la teoría de la Forma en que el arquetipo modela los componentes del mundo físico —cambiante, irreal sin otra realidad que la desprendida de la reproducción de lo Esencial— es expresada por León David henchida de ritmo[vii] y armonía, con un estilo vívido, brioso, intenso, que redimensiona la teoría general al aportarle una gozosa individualidad que se reconoce unida en ónticas sonoridades al fluir de lo magnificente en cuanto portador de la revelación salvífica que plantea una creíble y verosímil organización totalizante de los arcanos, el cosmos, la luz y lo divino ante tantas incertidumbres, oscuridades, aprensiones, dubitaciones y —en ocasiones innumerables— falacias sistematizadas. Contrario a las leyes del magnetismo en la materia, en el mundo espiritual e intelectual los polos iguales se atraen y complementan. Es costumbre de León David cantar el canto de los excelentes, como diálogo y comunión, como resuelta emulación, como muestra de la excelencia que de su alma se desprende. El poeta, ha asegurado Thomas Carlyle: «No puede cantar al heroico guerrero si él no es también un heroico guerrero. Imagino que en él está el político, el pensador, el legislador, el filósofo, que pudo ser todo eso, que lo es en su fondo».[viii]
Sin la construcción tradicional en versos endecasílabos con rima consonante y acento rítmico en sexta sílaba este poema no hubiese sido este poema, porque su belleza increíble resulta de la interacción de todos sus elementos constitutivos sobre ese fondo musical, resultado final en el que nos vemos forzados a apreciar mucho más allá del fondo y de la forma, y ver en él también la síntesis, la densidad y la consiguiente esencialidad como atributos generativos. Es decir: forma como arquitectura verbal, fondo como carga conceptual o contenido, síntesis como la simbiosis particular que fondo y forma prohíjan para significar especialmente, densidad como la macicez discursiva ante la profusión de significantes y significados… para entregar indefectiblemente esencialidad, que es la condición trascendente del objeto de arte, entendiéndose por “trascendente” su viso de intemporalidad, y entendiéndose la intemporalidad como una consecuencia de su proximidad al grado absoluto de Perfección genesíaca. Esto hace León David en «La Idea de Platón» y prácticamente en cada uno de los poemas que constituyen el libro de procedencia, Los nombres del olvido: arte fundacional que queda como referencia para el devenir como roca inamovible.
Esta «esencialidad» o «trascendencia» o «viso de intemporalidad» permite a León David ser un poeta moderno. Sí; como lo habéis oído: es un poeta moderno, innovador, novedoso, no importa cuánto lo disimulen sus desfogues arcaizantes; moderno, pero no a fuer de sentir desprecio por la tradición, o por la asunción categórica de artificios y malabarismos que no pocas veces comprometen la limpidez, la propiedad y la belleza de la expresión.
León David se suma en la aspiración de todo artista contemporáneo de contar con novedad y modernidad entre los atributos de sus creaciones. No penséis que me habría contentado con la actitud simplona de alegar que su arte es novedoso por cuanto contrasta con las formas de presentación de las obras de arte de la generalidad de los trovadores coetáneos (razonamiento que no deja de tener cierto peso, pues lo «nuevo» se hace viejo por el uso desmedido y el desgaste, y lo «viejo» se hace nuevo cuando constituye ya forma de diferenciación… ); no, no: hagamos notar primeramente la ambigüedad, el relativismo, la naturaleza refutable y hasta la inconsistencia de las teorizaciones cuando en materia de arte se deja de lado su razón esencial; por ejemplo: los poetas abandonan viejos moldes en aras de la libertad, pero en aras de la libertad los pintores cubistas desdicen las reglas de la perspectiva para refugiarse en armazones geométricos, perdiendo de paso espontaneidad y flexibilidad en el trazado, encerrándolo en rectos o curvos patrones predeterminados, vale decir, renunciado a la (su) «libertad de expansión del movimiento»; y también: se abandona la regla, pero el abandonar la regla, en sí mismo, constituye una regla; ¡y todo, otra vez, en rimbombantes manifiestos que pregonan la libertad o la modernidad o la innovación!; ya siglos de especulaciones en torno a la obra de arte sin que se logre ver a unanimidad, con pulsante claridad y con carácter irrecusable y definitivo que el objetivo y razón esencial del Arte es la transcendencia, y que la trascendencia no tiene que ver forzosamente con la modernidad o la novedad como son entendidas siempre que se pretenden, sino con la intemporalidad o clasisidad, término que encierra forzosamente los anteriores, porque la obra de arte trascendente (o intemporal o clásica), por lo mismo, ¡es moderna siempre, siempre nueva, siempre renovadora, siempre innovadora…!
Ante tales razonamientos, el criterio de la obligación del poeta a ser moderno con el uso de artificios y caligramas y supresiones y malabarismos, y la opinión de que «a épocas distintas, distintas poéticas» ceden y se derrumban. Eso lo demuestra en «Juan» y en «La Idea de Platón» y en «El viaje», y en «Los nombres del olvido», y en «El retorno de Ulises», y en «Heráclito "el Oscuro"», y en el conjunto de sus grandes composiciones León David, el del trazo apolíneo, el del torrente interior, el de la riqueza conceptual, el de la trascendente emoción; León David, el que arroja la intuición y la aprehensión al fuego del enigma inexorable; León David, el más genuinamente clásico y helénico entre las bardos sobresalientes de las letras nacionales.
[i] Vicente Huidobro, El espejo de agua, Buenos Aires, 1916.
[ii] Tristitiae rerum, poema “Hastío” (soneto), Francisco Villaespesa, Madrid, 1906.
[iii] Arte poética, versos 1 y 2.
[iv] Ibídem, versos 6 y 7.
[v] N. del A.
[vi] «Escribir versos libres es como jugar al tenis con la red abajo». Robert Frost, Address at Milton Academy, Massachusetts, 1935.
[vii] Recorro algunos aspectos del ritmo del poema «La Idea de Platón» en el subsiguiente estudio.
[viii] Thomas Carlyle, Tercera conferencia (El héroe como poeta), párrafo segundo, 1840. Breve estudio del ritmo en el poema La idea de Platón, de León David
Recorro algunos aspectos del ritmo en el poema «La Idea de Platón», por su carácter cardinal en la importancia de la pieza, y porque constituye una demostración de la manera adjetiva en que el paso del tiempo y el cambio de época afectan, para beneficio, la estructuración formal de la trova en versos tradicionales, sin que ello motive a opinar que demanden o configuren poética distinta, considerándolos solo causantes de variedad en el elemento significante.
El ritmo vigoroso y cautivante en «La Idea de Platón» se encuentra determinado por la colocación exacta de dos acentos rítmicos principales en el verso endecasílabo: los de las sílabas sexta y décima; el primero como acento de mayor relevancia tonal para la sustanciación de la melodía, el segundo como acento natural en la terminación de la línea poética. Lo que busco enfatizar aquí es la pertinencia de la explotación de la completa variedad de recursos fonéticos de los que disponen la lengua y el artista para conseguir un ritmo flexible y natural. He aquí las palabras claves: flexibilidad y naturalidad, o bien podrían ser ductilidad y espontaneidad en la presentación del verso clásico de hoy, distinguiéndolo del verso cataléptico en mayor o menor grado que solían emplear con profusión neoclásicos y románticos. Valga recordar que el artista en general se vale del artificio en todo momento en la consumación de su arte, presentándolo como si no lo empleara y como si no existiera, justo como lo hace León David al auxiliarse de la isocronía, el patrón musical, la diéresis imaginaria, las cesura final (o la intermedia, no en este caso), el desplazamiento de los acentos, el atildamiento del monosílabo, el aprovechamiento tonal de las contracciones, entre otras prácticas que solían censurarse en los poetas antiguos o a aceptárseles con reticencia.
En la vasta mayoría de los versos del poema «La Idea de Platón» el acento rítmico cardinal de sexta sílaba se encuentra cómodo en su justo lugar, por ejemplo:
La Idea de Pla/tón/, esa inmutable
Primera clari/dád/, lumbre perdida,
Del saber fuente, /fuén/te de la vida
Que mis ojos e/lú/de, inabarcable…;
en el noveno verso, el ritmo reclama un artificio retórico para mantener la eufonía, trasladándose con el mismo el acento rítmico de la quinta sílaba a la sexta: este recurso puede ser una diéresis imaginaria o un hiato que disuelva el diptongo para motivar el desplazamiento acentual, leyéndose el verso así en el caso de la diéresis[vii] :
¿Quién se puede /f ï á r/ de lo que crece?
y se leería así en caso de preferirse el hiato[vii]:
¿Quién se puede fi-/ár/ de lo que crece?
En el verso número 11:
Hoy brote tierno, /ma/ñá/na rama seca
el discurso conserva su ritmo por una de estas cuatro soluciones que menguan la frase dodecasílaba y reparan la ametría, y además devuelven el acento rítmico de la séptima a la sexta sílaba: o por la aplicación circunstancial del efecto enunciado por T. Navarro Tomás referido a la substitución eventual del isosilabismo por el isocronismo, o por aplicación del efecto del canto, en que la elocución aumenta o disminuye la velocidad de fonación según se quiera ganar o perder espacios de tiempo o longura en la dispensación de la frase (acelérase levemente el discurso en este caso concreto), o por el aprovechamiento de la cesura final del verso anterior para embutir la primera sílaba del verso en cuestión; o por lo que pasaremos a denominar «recurso del rapto» mediante el cual un acento bien marcado en una sílaba determinada (en este caso la segunda del verso) produce el efecto de rapto o absorción de la inmediatamente posterior (en este caso la tercera del verso) por causa de una declinación tonal que abre un espacio imaginario pero sensible a la razón aunque no al oído entre una sílaba altamente tónica y la mediatamente siguiente. Este caso de “rapto” es afín al fenómeno en que pierden las voces esdrújulas una sílaba o tiempo en la terminación de versos y hemistiquios. Un caso de “esdrujulismo” interior y por lo demás eminentemente técnico y artificioso: “Hoy brótetier…no, mañana rama seca”. Pero bien se podría alegar que el “rapto” se produce en la palabra tierno, en virtud de que el acento prosódico de la primera sílaba es muy alto y distintivo frente al carácter átono de la segunda. La concurrencia de una de esas situaciones, o todas interactuando, hacen que en este caso ni siquiera el oído de un músico podrían detectar una irregularidad solo verdadera para el exclusivo ámbito de la escrita preceptiva. A eso llamamos nosotros implementación de un versificación natural y espontanea, que atiende a la esencialidad del canto antes que a la rigidez de la regla.
En los versos verso 21, 47 y 48 permítese al acento rítmico recaer sobre monosílabos:
Es la verdad que /lá/ palabra hospeda 21
Desdeña altiva /lós/ fastos ilusorios 47
Del oropel que /lá/ belleza enluta. 48
En los versos 22, 41 y 44 en contracción:
Es la belleza /queén/ la flor fulgura 22
…Yo pasaré, pe/roó/tro yo en la pura. 41
Más la verdad deeseótro yo perdura 44
En los versos 29 y 45 el ritmo ordena la conversión de una palabra paroxítona en sobreesdrújula, y en el verso 50 un vocablo oxítono cambia a esdrújulo:
Es la que rompe el /ó/probioso estigma 29
Solo la idea /queá/morosa escruta 45
No acierta el hombre a /cón/templar de frente 50
En el verso 32 el ritmo reclama un hiato inicial, que destruye una sinalefa y hace que el acento rítmico se desplace de la quinta a la sexta sílaba; hiato casi natural, pronunciado sin ningún esfuerzo ni dificultad por la circunstancia de encontrarse entre una vocal fuerte («a») y una débil («u») que ha sido tanto prosódica como ortográficamente acentuada:
La-única que /siém/bra en la mírada.
Finalmente, una forma distinta y general de definir o concebir el ritmo en el poema «La Idea de Platón» es concebir el verso endecasílabo estructurado en pies cuantitativos (de nuevo tipo, para lenguas neolatinas) de cuatro emisiones vocálicas con acento fijo en la segunda emisión, que se mueve a veces a la tercera para fines de variación melódica.
Tony Raful, o la omnipresente simbología de la luz
(lectura de Danza del amor y los mandalas)
Para palpar lo inasible y auscultar lo insondable… ha revelado su presencia el poeta sobre el cosmos. Filósofo, teólogo, sacrílego y mundano, su mirada devela enigmas al soplo de lo intuitivo, enigmas que recrea y relanza redivivos cuando planta y faena en el suelo fecundo del Arcano. Justa medida… por justa medida. Todo cuanto existe, todo cuanto «es», todo cuanto «no es» —memoria o mansedumbre o risco llameante— se constituye o en piedra de toque o en materia de su arte.
Impulsado por la energía volitiva del espíritu que inquiere, el poeta busca las verdades últimas por senderos ignorados no siempre apegados a los principios de la lógica, independientes de la fe, recelosos de la razón; valga decir: por las veredas de la emoción trascendente, del sentir eminente y de la arrebatadora hermosura.
En estos atributos, y en este objetivo —búsqueda y planteamiento de axiomas universales—, se fundamenta el corpus poético Danza del amor y los mandalas, de Tony Raful, excelso cantor de Freya y Eurídice², rapsoda del tiempo y de la luz, auriga del sueño intemporal y de los símbolos.
Ante todo, ¿qué es un mandala?, vocablo no siempre de significación obvia para nosotros, renuevos de Occidente, pobladores de la historia y el tiempo rectilíneos: «Mandala —dice la nota introductoria en que se logra distinguir el refulgente estilo del poeta— es una palabra sánscrita, de origen hindú, es un vocablo mágico que significa círculo. En su interior gravitan el inconsciente y el consciente del ser humano según Carl Jung. Significa un abastecimiento de energías para influir en el destino humano. Un centro energético de equilibrio y purificación que ayuda a transformar la mente, se le privilegia como un espacio sagrado. El mandala te ayuda a curar la fragmentación síquica y espiritual y a manifestar tu creatividad, así como a reconectarte con tu ser esencial. Es un viaje hacia tus esencias. La danza del amor es infinita y nace de los mandalas, sus prodigios y sortilegios como naves del laberinto, donde el poeta toca los tambores del renacimiento, la fosforescente imagen de sí mismo, bajo el fulgor de sus versos y el ígneo destello de su poesía».
Con esta acotación (que alcanza sin duda los linderos sublimes del poema), Raful emprende la concretización de su arquitectura verbal. Emplea en ella conceptos comunes al budismo y al hinduismo, como el mandala, sumándolos a elementos del cristianismo, del catolicismo y del pensamiento laico que subyacen en su amplia formación humanística. Aborda la interpretación del misterio de lo bello… como justificante para descifrar la belleza del misterio en caudales pinceladas inquisitorias en la «Danza del amor», poema central que da título a la entera publicación. El lector, en esta pieza de incalculables proporciones, no puede sino imaginar al aeda sentado al borde del cosmos, formulando interrogantes perentorias en nombre de la raza humana: un acto de conversación superior o con todos los hombres o con ese Ente generador, ese algo, ese alguien, ese círculo, esa complejidad dimensional, esa fuerza, esa cognición suma, ese instinto, ese mandala… que le sirve de silente interlocutor:
¿Quién es el ser?
¿No es la conciencia sobreactuando?
En doble nivel de preceptos y de fuerzas infinitas,
¿puede el ser crear el sentido?
¿Erigir dioses y que éstos, creados, sigan creando?
¿Cuánto dura el ser?
El ser existe si existe la conciencia,
la conciencia existe si existe el diálogo crítico interior.
¿La conciencia es la fe?
No hay fe sin conciencia pero hay conciencia sin la fe.
¿Se desdobla la conciencia?
Intento divalente, a mi parecer, pues demanda análogamente el absoluto delineamiento del ser al través de la conciencia como modo de alcanzar autoconocimiento —del «yo» individual y el colectivo al saberse o al determinarse lo que realmente podrían ser—, y la anhelada substanciación de lo divino en el acto probable de responder.
Técnicamente, Danza de amor y los mandalas es un poema compuesto, resultante de la superposición de enunciados, aseveraciones e interrogaciones que encuentran en el Amor —fuerza suprema que vivifica y aniquila— su hilo conector en cuanto al fondo… En cuanto a la forma, lo será el ritmo: verdad oculta del sentido. En lo tocante a lo primero, el texto puede subdividirse en un número determinado de apelaciones esenciales, entre las cuales en una rápida asomada se pueden distinguir:
(Apelación de la calidad y el atributo):
Yo suelo ser el elegido
del mandala que sostiene círculos y diagramas.
(Apelación de la duda formal):
¿No es envoltorio lúdico el verbo?
¿Y la palabra, no es articulación confusa
del ser indefinido que apenas percibe
del todo, minúscula esencia,
tropel fugaz de imágenes?
(Apelación del uno múltiple):
¿Quién soy yo?
Yo soy el otro aludido
su entorno del albur sorprendido,
el lenguaje, el signo, la cultura,
rudimentos confusos adheridos.
(Apelación de la redención animal):
¿Son los animales todos, seres ofendidos?
Digo, sin objetivos, expresión bruta
de vivir sin alcanzar asiento,
formas superiores de embelesamiento.
¿Quién dijo que ellos serían adorno, utilidad, alimento?
(Apelación de la identidad, o reflexiva):
¿Dónde el ser se define distinto
si la conciencia no detiene el asalto del primate
esencial,
de la bestia libre que serpentea laderas?
(Apelación del samsara):
El mandala refulge en líneas concéntricas
oficio de Buda y capuchinos del Tíbet
manipulan el sol y lo fragmentan en espigas doradas,
gobiernan la luz y la miel del reposo.
¿Pero escapan de la rueda de vidas y muertes?
En cuanto a los compases, nótese la musicalidad cautivante con que el poema rompe: «Numinoso el canon del verbo y el escriba, / tiempo flamígero de volada palabra / donde el ser reverdece la vida / y la muerte es enigma disuelto…». Un ritmo apoyado en un pie trisílabo —en esta magistral entrada, predominantemente anapéstico— que unido al sentido emblemático y de identificación colectiva, la voz de todos, convierte el poema en una suerte de himno:
Numinó / so-el cá / non del vér / bo…y el escriba, (Verso 1)
tiempo flamígero / de volá / da palá / bra (Verso 2)
donde el sér / reverdé / ce la ví / da (Verso 3)
y la muér / te es eníg / ma disuél / to… (Verso 4)
De hecho, los dos últimos versos de esta primera muestra son decasílabos hímnicos perfectos, el metro preferido en las versificaciones tradicionales de las lenguas derivadas del latín para componer este género de cantos, como su nombre lo indica, algo que puede comprobarse en la composición tomada como Himno Nacional dominicano:
Quisqueyá/ nos valién/ tes, alcé/ mos…
Y que encontraremos con frecuencia, fragmentado, empotrado o in extenso, en todo el recorrido de la «Danza», que se aboca sin embargo a un ritmo más moderno y variado:
Dónde el sér / se defí / ne distín / to (Verso 34)
¿Quién otór / ga sentí / do a los ás / tros? (Verso 72)
¿Qué-extrá / ña versión / de otros mún / dos? (Verso 132)
no meré / ce perdér / la memó / ria (Verso 155)
Complementado por las modalidades dactílicas y anfibráquicas, es decir, el mismo pie trisílabo con el acento rítmico movido a la primera o a la segunda sílaba:
Juégo de / trópos que in / súfla va / cíos (Verso 11)
del tódo,/ minúscu / la esén / cia (Verso 15)
O combinándose con otras reproducciones fónicas de entre dos y cuatros emisiones tonales… Locución y elocución confabulándose para revestir el discurso poético de altos niveles líricos; de la excepcional musicalidad tan solo reservada al entusiasmo y la exaltación de los himnos. Porque eso es Danza del amor y los mandalas: un himno lleno de vibrante energía que despliega en su grafía y eufonía los trazos inmanentes a la altura de su numen y la profundidad de sus conceptos.
En Tony Raful hay una exuberancia de recursos lingüísticos y conceptuales que seducen las interioridades de la sensorialidad humana, usados a un tiempo con soltura y naturalidad, y exentos de superficialidades y afectaciones como soñara Pushkin. En el decir, el enunciar y el inquirir se revelan la pulcritud expresiva, el estilo delicado, la incomparable belleza de las locuciones. ¿Qué es la belleza, sino el comprobante irrefutable de cuanto nos resulta trascendente, verdadero en sí o valedero?:
¿Quién irisa la oscura flor del mar?
¿Quién fabula la brizna del terciopelo y la sepultura?
Un amor que destella y se enreda en la luna,
¿en qué instante se llena de vírgenes dormidas
violines de hueso, humo errante, clámide de polvo?
¿En qué lago azul se asila la belleza,
el otoño y sus corceles de vencido marfil o aceituna?
¿Se sostiene un pensamiento más de un ciclo lunar?
¿Somos frailes y asesinos
santos y malvados, torturadores y torturados?
¿Abdica la gnosis frente a la armadura de la noche absoluta?
El artista fija siempre el objeto de su canto (de todos los cantos que conforman su volumen lírico) en la trascendencia espacio-temporal, ente transformador más allá de formas y sonidos. Se vale del amor, la sensualidad, la metamorfosis de lo cotidiano, la contemplación de lo bello, el asombro, el éxtasis, la catarsis… «El Genio Poético es el hombre verdadero», como enunciara Blake, «y las formas de todas las cosas están derivadas de ese Genio».¹ En la expresión: «Si tú sonríes el mundo cambia» se advierte al instante el deseo de subversión traducido en halago sugestivo o conminatorio; deseo que se hace transformación efectiva, «realidad irreal» porque la capacidad de mutación reside además en la mirada y el alma y la aspiración del observante… vale decir: del poeta.
La energía del espíritu transfigura todo lo que toca: eslabona las imágenes como piezas de un rompecabezas. ¿Qué sucede si tú sonríes y el mundo cambia? La respuesta la da el verso subsiguiente: «El oro y la tierra no los necesito», y continúa ese fluir de posibilidades elaborando el tejido del discurso en que una transformación promueve otra transformación hasta que el poeta o agota el contenido conceptual o retoma el condicionante inicial, en un rebote retórico que originará a su vez nueva sucesión de sobrecogimientos e imágenes:
(Imaginando si tú sonríes)
Si tú sonríes el mundo cambia,
el oro y la tierra no los necesito.
Sirenas y luces para tu esbeltez tersa
silbando bajo la rama en tu costado.
Vegeto el ocio de contemplarte.
Si tú sonríes, el cegador desmayo
suspende la palabra y boca floridas.
Todo el universo cabe en una esquina,
atento al ojo que aguarda y besa
el lábaro alado de tu belleza.
En verdad, el goce en la contemplación de lo excepcionalmente bello concretiza y encuadra toda forma de aprehensión de las esencias universales, puridades que el ser toca sin tocar al asalto de la mirada (física o espiritual) y al martirio de la temporalidad y la expectación, que aguijonean dulcemente como pequeñas muertes.
Pero si todo deriva del Genio Poético, y si entiendo que «salvo en el amor el ser no existe, es engañifa» (verso 152)³, ¿quién soy yo? Después de todo, «Yo suelo ser el elegido / del mandala que sostiene círculos y diagramas», nos dice el bardo en los versos 8 y 9 de la oración primordial. «Yo suelo ser el elegido» –repite en el verso 161-, «…de la poesía náufrago y del naufragio punto de partida”»(verso 162). El poeta se busca. En un poema anterior, intitulado “Si no fuera quien soy”, empieza a perfilarse: es él… todos los poetas en un acto de cosmogónica representación; él, que habla al Universo, a los dioses y a los hombres; es el oficio mismo de la Poesía. Pero no afirma lo que es: niega lo que no es, y así, por el recurso recatado de la doble negación llega a la afirmación ulterior, en una suerte de rodeo, y separa la paja del cereal. «Si no fuera quien soy» –dice convencido- «no enlazaría alas en las gotas del rocío». Y continúa:
…no tendría el ritmo breve del torbellino
que refulge y esplende el cristal de las aguas.
No agitaría el pañuelo
como una garza de luz rosada
que baila sobre las espumas rotas del cielo,
arrebol que finge su pulpa de nirvana.
Si no fuera quien soy
no buscaría el recinto violeta de la llama
el plenilunio donde detúvose la fresa pálida
de tu ternura,
las lecturas de Octavio Paz y su Piedra de Sol,
los versos centinelas y su telar romancesco,
el amor vivido a sorbos de lumbre y esmeralda.
Si yo no fuera quien soy
no tocaría el pretil ni su floración de orquídeas,
ese talle esbelto de flor en el jardín,
no tentaría tu esfera de cañada clara,
no besaría la rosa trémula del ardor lascivo…..
En tal virtud (parafraseando los postulados por vía de la antítesis): Por ser quien soy…. enlazo alas, tengo el ritmo breve del torbellino, agito esta garza de luz que es mi pañuelo, busco el recinto violeta de la llama, el plenilunio, la fresa de tu ternura, el poema, el amor… Pero por el mismo motivo, es decir, por ser quien soy, el Poeta y todos los poetas: toco pretiles floreados, el talle (tu talle), tu esfera de cañada y, sobre todo, la rosa trémula del ardor lascivo, un símbolo tan hermoso y tan preciso este último, una metáfora tan cristalina… que no necesita explicación alguna, salvo que el mismo poeta, en la prolongación del arrebato gozoso del acto creativo, del toque o la contemplación, pueda agregar otras tres metáforas que amplíen la duración e intensidad de la sacudida…
…ese lazo furioso de alondras y sombras,
golpe de olas,
escarchas de limbo y alba
en el abismo de la herida que me nombra.
…con el objetivo de entroncar la imagen sensual a la imagen ideal de ansia de autodescubrimiento y avidez de iluminación, como símbolos que se intersecan en la imagen tercera de un abismo e, irremisiblemente, en la dicotomía sensoria del placer y el dolor. ¡Visión! El poeta, la herida y las cuatro últimas metáforas: Visnú con sus cuatro brazos que sostienen la flor de loto, la rosa del placer, del mandala, de la resurrección.
Y quedan explicadas de paso la condición sagrada, la condición sacrílega y la condición mundana del poeta.
Porque, en primer término, ¿qué simboliza un abismo? Una herida atávica y ancestral (y hay placer y dolor en el hormigueo de las heridas). Y, en segundo término, ¿qué representa un abismo? Vértigo: esa mezcla insólita de perdición de profundidad y de salvación de altura en el disfrute de la sensación de desfallecimiento (y hay placer y dolor en el desfallecimiento). ¿Y el sentir de la carne, ese otro abismo, ese séptimo sentido, a la vez placer y dolor de nuestro espíritu, y que se repite continuamente en la danza del amor…, qué simboliza?
Arribando al forzoso desenlace, el poeta se define en un tono más desenfadado, pero no menos misterioso:
Yo soy estas palabras, esta dicha, esta sortija,
el tiempo amarillo del olvido,
espacio sacro o laberinto encantado,
el inconsciente colectivo de Jung,
esta danza circular del amor y el mandala
que el pájaro tinto del vino revolotea sobre
mi cabeza
al pie de sonajeros, sátiros y basiliscos.
La poesía de Tony Raful se desenvuelve indistintamente entre el sueño y la realidad; el poeta se pasea de uno a otro lado sin necesidad de dormir o despertar. Su poesía es fulgor y plenitud. Conceptos y categorías como «espejismo», «desmayo», «cristal», «deslumbramiento», «agua», «plenilunio», le son connaturales. Tony Raful es el poeta de los encantos oníricos, los misterios del tiempo y la simbología de la luz, siempre presente, siempre pudiente. El poeta puede «escapar por la pendiente azul que la noche ondula y el altozano planta con estambres», y hacerlo en un caballo de luz que galopa hacia el pasado. No todos pueden seguirlo o alcanzarlo por semejantes parajes de vuelo y ensoñación. Por tanto, esta lectura de Danza del amor y los mandalas es sólo una aproximación admirativa, un segundo acercamiento rendido a la producción de este poeta dominicano universal; un punto de partida para nuevas y mejores discusiones; un motivo para que posibles lectores se adentren en la espesura de su himno. Con una sola aclaración: hacedlo por vuestra propia cuenta y riesgo: ante el fulgor ontológico y el peso de las palabras, he tenido que apartar el libro varias veces de mi rostro, por temor a que el centelleo me dejase ciego:
«Oh, poesía
que rielas de jaguares la barca del alba
y de mi corazón».4
Notas:
¹ William Blake, “All religions are one”, Principio Uno.
² Tony Raful, Visiones del Escriba, 1983.
³ Siempre que aparezcan versos numerados, corresponden al poema central que da nombre al libro.
4.Tony Raful, Danza del amor y los mandalas, Madrigal, p. 77.
El lenguaje de la creación, de don Bruno Rosario Candelier
El magisterio intelectual de don Bruno Rosario Candelier sostiene su marcha edificante con la reciente publicación de la colección de ensayos titulada El lenguaje de la creación, rótulo que cohesiona una enérgica labor desplegada en triple vertiente: la reflexión teórica que indaga en las profundidades de la cognición, el estudio literario en que la especulación intuitiva o racional asume rol de piedra de toque que no excluye su propia valoración, y una conversación abierta al mundo en la que el mundo construye a fuerza de cotidianidad la vivencia de la lengua, experiencia vital esta última que juega a revestir en este libro ya forma dialógica —epistolar o conversacional— o francamente enunciativa.
Este magisterio intelectual o, igualmente, este sacerdocio magisterial de luengas décadas y variadas disciplinas de don Bruno Rosario Candelier —de la crítica a la filología, del ensayo a la narración, de la didáctica a la promoción cultural, de la orientación estilística a la creación de escuela de pensamiento y expresión— ha dejado y deja todavía trazas imborrables en el orbe iberoamericano en el que discurre su influyente personalidad con una inspiración humanística de acendradas aposturas universales. La marcha que iniciara en 1967 con la fundación de un grupo literario en la ciudad de Santiago, y continuara en 1975 con la publicación de La poesía de Emilio García Godoy como texto de evaluación, ha ido acrecentándose con la entrega de sustanciosas obras entre las que cabe destacar: Lo popular y lo culto en la poesía dominicana, Ensayos críticos, La imaginación insular, La creación mitopoética, Ensayos lingüísticos, Poética interior, El ideal interior…, como muestrario apenas inicial de una corriente vigorosa de apariencia inagotable que con caudal expresivo empapado de hondura conceptual y belleza formal desemboca en 2019 en la publicación de El lenguaje de la creación, volumen que ahora nos ocupa.
El autor, por su condición de lingüista y cultor literario —indagador de la certidumbre y el arcano del idioma—, por exigencia del análisis especializado, y por escogencia de la modalidad del ensayo sobre la del tratado; prioriza en El lenguaje…, el estudio y la ejecución de aquella creación en que interviene un discurso léxico frente a otras formas de creación no lingüísticas (danza, música, escultura, pintura, arquitectura, ciertos modos de realización teatral…) que cuentan también con lenguajes particulares de creación fuera del determinado campo de la lingüística pero dentro de las lindes de la semiología, aunque sin excluirlas plenamente, antes bien ejemplificándolas cuando en los escritos resulte necesario.
Como vemos, el leitmotiv o referente esencial en esta obra es la creación en la Palabra, el lenguaje en función de lengua, la lengua en atribuciones de lenguaje, ese tramo en que los conceptos de lenguaje y lengua se fusionan para apuntalar el ejercicio hacedor humano y… sobrehumano: las crónicas judeocristianas fincan la substanciación del mundo en unas cuantas palabras vertidas por ensalmo: «Dijo Dios: “Haya luz” y hubo luz»; «Dios llamó a la luz “Día” y a las tinieblas “Noche”»[i]. En la tradición mítica de los mayas, inscrito en el Popol Vuh, se lee desenfadadamente: «Llegó aquí entonces la palabra»[ii]… Estos fueron trabajos providenciales; los hombres — ¿más modestos?— creaban a su vez leyendas y epopeyas en las que no pocas veces erigían a las propias deidades.
Al discurrir sobre la lectura, primeramente tiéndese a ponderar las dotes de ensayista de nuestro autor; es como decir: sus dotes de pensador, de estilista y de juzgador. Una actividad asumida con ardor entrañable y con verdadera pasión por el vocablo y el concepto nos revela una voluntad al servicio de los altos valores del espíritu, del intelecto y de la fraternidad humanos. El autor consigue transmitir en cada caso la fruición que el ideal genera en los adentros de su individualidad, amplificándolo cual si se tratase de caja de resonancia. Ideal de belleza y perfección formal que pretende la Verdad, prístina e impoluta, como corolario sustantivo... Para esto exhibe un bagaje cultural, intelectual y artístico decididamente sin parangón en las letras nacionales en cuanto resume un saber milenario que se organiza en los entronques de permeables presupuestos filosóficos y se abre a expectativas multívocas que rebasan los límites de la tirante racionalidad.
…Con la creación del lenguaje, en algún momento de su sinuosa evolución (tal vez por razones de sobrevivencia, como se aduce desde finales del siglo XVIII)[iii], la humanidad ha podido, con cualificada legitimidad, reclamar rodaja de participación en el lenguaje de la creación, ese reino del logos esencial que materializa la idealidad figurada… y que vuelca en la realidad objetiva las íntimas certidumbres del ente generador. Dicho como para subrayar, el ser humano se apodera con propiedad del lenguaje de la creación en el instante en que emplea conciencia y capacidad cognitiva en la confección de un sistema de información que le permita organizar lógicamente el mundo adyacente y luego, peldaño tras peldaño, compendiar mundos nuevos de representación sígnica y simbólica al través de la reflexión, la intuición, el razonamiento, la imaginación, la inspiración, la abstracción… Si bien la substanciación de la lengua es acto cardinal de creación, la manipulación de la misma es propiciadora de una creación sobre la creación, formulación de taxonomía avanzada que podría develar otra creación aún más trascendente y a todas luces superior. En el apuntalamiento y estímulo de esta forma última de creación en que puede el hombre enaltecer su condición natural se encuentran las razones que espolean el trabajo intelectual de don Bruno Rosario Candelier y, consecuentemente, la publicación de una obra como El lenguaje de la creación, donde se manifiesta la característica ejemplar o modélica con que deja el maestro plasmadas sus enseñanzas.
Don Bruno preconiza el conocimiento y el dominio acabado de la lengua como punto de partida para una creación revestida de singularidad, que deberá exhibir dos atributos fundamentales: belleza expositiva y sustantividad de significado, correspondientes a dos aspectos primarios de la obra de arte o de pensamiento: forma y fondo. En redonda lógica, no puede ser de otra manera. El razonamiento enjundioso y el juicio más acertado carecerán del impacto necesario para convencernos a cabalidad —de entrada, al menos— cuando se hallen reducidos en eficacia por la circunstancia de una deficiente y cojeante exposición. De manera inversa, los más primorosos aderezos formales parecerán a nuestros oídos pomposas vaciedades cuando se haya descuidado la carga conceptual. Un equilibro de cúspide en ambas instancias garantiza una creación de orden trascendente, aquella que impacta indeleblemente en la sensibilidad de nuestros espíritus y —superando al tiempo— en el flujo inagotable de las generaciones venideras.
Palpablemente, ese equilibrio entre aspecto formal y peso conceptual (que demanda proporcionalidad directa en la obra artística) puede sufrir alteraciones y hasta comportar proporcionalidad inversa en la obra técnica o científica, por lo cual acierta don Bruno Rosario al estatuir en El lenguaje de la creación la diferencia entre ambos discursos recurriendo a la naturaleza de la fuente: «Nuestros pensamientos se manifiestan en imágenes y conceptos, y pensar en imágenes o pensar en conceptos va a pautar la diferencia entre el pensador y el artista. El pensador reflexiona ante las cosas y, en tal virtud, hace filosofía, ciencia, tratados, estudios y ensayos. El artista se impresiona ante las cosas y, en tal virtud, escribe poesía, ficciones, compone creaciones pictóricas, arquitectónicas o musicales. Lo que indica que existe una belleza del pensamiento y una belleza de la forma, que el creador [concreta] en diferentes artes según su inclinación sensorial, afectiva y espiritual»[iv].
Muchas y variadas son las preocupaciones del autor en la obra: lingüísticas, didácticas, morales, filosóficas, ontológicas… dispuestas en conjunto interrelacionado que señala como aguja imantada, al experto como al apenas iniciado, la senda por donde habráse de ver la base vivencial transformada en acto eminente de creación intelectual, espiritual o artística.
El tono predominante en El lenguaje de la creación es el del Maestro que maneja con habilidad la materia tratada, dispensando el conocimiento directamente al discípulo en ocasiones; a veces a un maestro interpuesto para beneficio del acto de enseñanza... Correspondencia entre lo predicado y lo elaborado: nuestro autor enseña, reclama y ejercita una escritura tensa (pero dúctil a la vez, válida la paradoja) en la que los conceptos escogidos por su reciedumbre se hilvanan bellamente y armoniosamente, pero a la vez con corrección y propiedad, desenvoltura particular de quien ha consagrado toda una vida al cultivo del arte literario y al estudio de la lengua. «Propiedad» y «Corrección» son entendidas por don Amado Alonso y don Pedro Henríquez Ureña de manera unánime: la primera como «adecuación interna de la frase al pensamiento que se ha querido expresar»; la segunda como «adecuación externa a las formas admitidas socialmente como las mejores»[v].
He aquí la justificación de la insistencia del autor de El lenguaje de la creación en el dominio de los que denomina «los tres códigos de la lengua» (el vocabulario, la gramática, la ortografía); la insistencia en el conocimiento de lo que designa «las tres perspectivas de la palabra»: a) la vertiente formal… «que funda el encanto de la expresión en su dimensión sonora y elocuente», b) la belleza conceptual… «que se funda en el sentido de fenómenos y cosas», y c) la dimensión trascendente… «que alude a la energía interior que los vocablos sugieren en virtud de su relación con el trasfondo de las cosas y los fenómenos de la conciencia», todo dicho en sus ajustadas palabras; y, por último, la insistencia en la observación de decálogos de fondo y de contenido para que se mantenga la debida orientación en cada singladura del lance escritural. Estas recomendaciones las hace de manera reiterada, señal del propósito marcadamente pedagógico de sus disertaciones, porque todo aprendizaje implica y demanda, por esencia, al par de la imitación, la gimnasia necesaria e implícita en la acción de repetición.
¿Imitación hemos dicho? «Imitación» parece ser palabra prohibida dentro de los criterios modernos que glorifican una originalidad a ultranza. Imitación es vocablo contrapuesto a creación: mimesis frente a poiesis, por tanto, cada estudio u opinión sobre el fenómeno de la creación tiende a suscitar en nosotros una reflexión paralela sobre el hecho de la imitación, porque de manera irracional todo lo antitético nace unido por naturaleza. Pero, en la especie, entre creación e imitación ¿cuál es la regla y cuál resulta la excepción? Platón y Aristóteles, con discordantes precisiones, consideraban el arte… o como imitación de una Forma esencial o como imitación de la naturaleza, enfatizando el último de ellos la primacía de conjunto de lo que se crea a partir de lo imitado. Miguel de Unamuno, en su conferencia de Málaga, el 22 de agosto de 1906, se inclina por la irreverencia: «En el orden de la literatura, los espíritus que pasan por más originales han sido los mayores plagiarios»[vi]. Reflexionamos: difícilmente podamos jactarnos de puridad creativa en nuestras realizaciones, porque somos seres miméticos por naturaleza y creadores por excepción. Verbigracia, los autores que cuentan con la palabra como materia prima tienen en sus manos un recurso de todos, de la colectividad, aprendido por imitación en sus tonos, matices, significaciones, convencionalismos, arbitrariedades: los dramaturgos copian escenas y diálogos reales o verosímiles; poetas y narradores calcan pautas rítmicas y estructuras preestablecidas en la morfología de la lengua…
Piaget teorizó sobre las consabidas imitación y repetición en la adquisición de conocimientos, asociando tales prácticas a una inteligencia «sensomotora» en el individuo. Tal forma de aprendizaje, tal «saber hacer asimilado» se traslada a la producción de la obra de arte o de pensamiento como sustentáculo, de forma tal que a la postre lo que llamamos desembarazadamente «nuestra creación», sin ningún tipo de reparos, es en verdad una combinación proporcionada de imitación (que es un desprendimiento de la colectividad y de la naturaleza) e individualidad (que es un desprendimiento de la manera única en que cada ente reacciona y hunde sus raíces en la realidad y en los misterios del mundo, en sus territorios explorados e inexplorados).
Así, se nos antoja una distinción entre creación en sentido lato, es decir, la obra terminada en la que lo propio y lo colectivo se sincretizan en proporcionalidad variable; y la creación en sentido estricto, vale decir: la parte original que podría segregarse de la obra realizada tipificándose como sustrato distintivo aportado por la inventiva individual.
Dada una u otra circunstancia, al enfatizar en la «intuición del sentido», El lenguaje de la creación encarece el ingrediente individualizador en el acto creativo, forma de enriquecer y balancear la mimesis que nos arropa de manera primigenia en tanto seres humanos. Ante la general impersonalidad, lo propio es sustancia salvadora, resultante de experiencias que imprimen sello único al objeto creado, vivencias inéditas provocadas por nuestra singular sensibilidad. Tal forma de enriquecedora originalidad se desprende, repetimos, de la manera en que como individuos reaccionamos ante lo conocido y lo desconocido. La prédica candelierista dispensa esta verdad dividiendo los sentidos del hombre en «exteriores» e «interiores», siendo los exteriores o corporales las facultades ordinarias, por lo general comunes a todos, que nos permiten aprehender la realidad «real» (el sonido, la imagen, la temperatura, lo duro o lo blando, la emanación de la materia y la substancia), y los interiores (entre ellos, ampliándose, marcadamente: la intuición, la memoria, la imaginación, la inspiración, el sentido cogitativo y el afectivo), que facilitan nuestra interconexión con una ultrarrealidad no mostrable a los sentidos ordinarios; que nos nutren de experiencias situadas más allá de las fronteras meramente físicas; que conectan lo ya revelado a lo no revelado del cosmos, viabilizando percepciones inéditas que podrían remontarnos a estados de elevación espiritual o de supraconsciencia. La intuición, a nuestro ver, es el sentido que ausculta el Sentido de la conciencia cósmica, ya desde nuestra perspectiva individual, ya hacia ella (nótese que no hay redundancia alguna en el intento de definición: el primer “sentido” entendido como capacidad de captación; el segundo, destacado con mayúscula, entendido como finalidad o razón de ser de una entidad, lo que predetermina su movimiento); por eso el rol de primer orden tanto de la intuición, de la memoria y de la imaginación sensible en la aventura creativa como generadora de «originalidad», entendida esta no como ordinario cambio de praxis, o de estado regular, o boga, o modalidad, sino como reacción privativa e íntima del ser al rozar contra la Totalidad de la que forma parte en materialidad, esencialidad o irradiación.
Los estudios literarios presentados en El lenguaje de la creación corresponden a autores dominicanos, con las excepciones del genio nicaragüense Rubén Darío —que recibe doble atención— y el filósofo hondureño Segisfredo infante. Cada uno de los estudios ameritaría atención particular, pero habremos de detenernos en esta ocasión en al menos tres de ellos y en las percepciones cardinales que los apoyan…
Harto difícil resultaría encontrar otra ponderación tan valiosa y detallada de la labor de nuestra más encumbrada poetisa, expresada además con igual gracejo y erudición; labor literaria que escolia don Bruno Rosario Candelier en las tres connaturales facetas de su personaje: como madre, como poeta, como educadora. En la primera de ellas logra ciertamente nuestra Salomé Ureña levantar una respetada familia de intelectuales dominicanos: sus hijos Max, Camila y Pedro son referentes obligados en las letras y en la educación de estas latitudes. Educadora y poeta, puso al servicio del anhelo de realización de la patria tamañas capacidades. Y enfatiza don Bruno: «Su motivación fundamental fue el desarrollo material y espiritual de su país, y se valió del magisterio y la poesía para sembrar esa inquietud trascendente e inyectar el aliento de su acción transformadora»[vii]. El espíritu del escoliasta vibra en sintonía con las aspiraciones de realización social de la poeta estudiada, forma de manifestarle a la distancia devoción admirativa por el caudal magnificente que alcanza recibir y compartir a plenitud… hasta que el rigor y la ecuanimidad privativos de su oficio crítico, y su propia honradez personal, le dejan ver en el poema «Mi ofrenda a la patria» de la autora… «un doliente testimonio de una actitud angustiosa que denuncia la indolencia de la clase dirigente y la discordia como trasfondo entre sus compatriotas», entre otras apreciaciones de parecido jaez. En efecto, el magno canto a la patria que es casi toda esta poesía, hermoso y grandilocuente, fue tobogán de prominentes expectativas y hondas desesperanzas, fluctuación percibida con facilidad en el entramado de sus mejores versos: esfuerzo sobrehumano por sostener el ideal de esa suerte de utopía que parece solo alcanzar cristalización no mucho más allá de los himnos y tonadas de cantores y poetas… Pero, a nuestro juicio, ¡tal vez valga decirlo!, es precisamente la ingenuidad el elemento salvador para la posteridad de la obra de Salomé (la capacidad de hundirse donde los otros se alzan, y de erguirse donde los otros sucumben, cincela la excepcionalidad del alma del poeta, que nace envuelta en una cápsula cristalina); la ingenuidad, la candidez... y, en la especie, esa elaborada estilización neoclásica que evita la conversión en libelo farragoso de un discurso vehemente, doliente, inspirado y generoso.
En el primer ensayo dedicado a Darío en El lenguaje de la creación, don Bruno Rosario Candelier sustenta la tesis de que los grandes creadores, los «que han hecho una obra memorable con alta significación espiritual y estética para todos los tiempos y culturas», han podido elevarse a tales ámbitos gracias a lo que denomina «el impacto del dolor en la conciencia». Don Bruno atribuye a experiencias traumáticas en la vida del ser humano —vale decir: del artista, del poeta—, especialmente en la infancia, época de formación, la capacidad de desarrollar aptitudes extraordinarias de sintonía con el cosmos como resultado del especial moldeado mental resultante de esas experiencias críticas. Apela a la autobiografía del poeta modernista, extrae los hechos y circunstancias que sirven para la sustentación de la teoría, confirma sus asertos por medio de comparaciones y paralelismos, y a esto agrega, como elemento coadyuvante o propiciatorio, la proclividad de ciertas zonas del planeta a recibir y a permitir la circulación de efluvios estelares de espiritualidad en forma de mensajes cósmicos, entre ellos Ávila en España y la ciudad de León en Nicaragua. La tasación de estas importantes y novedosas especulaciones hallarían tal vez como escollo o contrapartida la muy arraigada creencia de que «el poeta nace, no se hace», refrendada por la expresión «poeta nace, orador se hace», y la reticencia espontánea del poeta a considerarse a sí y a la excelencia de su arte divino como meras consecuencias del albur y de la fatalidad. Nos parece más bien que las conclusiones de don Bruno relativas a este punto pueden coexistir con la vieja creencia de la excepcionalidad artística como don innato. Personalmente hallo verdad en su teoría, puesto que un acontecimiento trascendental, altamente impresionante y estremecedor en la vida del artista positivamente puede originar un estado de vigilia permanente que lo haga voltear la mirada y hacerse receptivo a las altas instancias del origen del ser, su misión, su función, su destino y sus ultimidades. La evaluación individual bien puede hacerla el lector mediante la lectura directa del ensayo de marras, intitulado «La irradiación estelar en la poesía de Rubén Darío», porque pudiera uno estar de acuerdo o no con este u otro de los planteamientos del Maestro, pero no podría evitar el quedar prendado por la densidad y la solidez de sus exposiciones; de lo que quiero realmente dejar constancia aquí: de la admirable manera en que el autor maneja la técnica del ensayo literario, de la destreza embriagante con que sostiene las argumentaciones, cincela la frase y amolda los conceptos; y de la utilización de presupuestos investigativos tan poco trillados en la crítica hispanoamericana, postulados enriquecidos por la agudeza incisiva de la observación y la opinión inteligentes de quien asume con efusión de rabdomante los misterios fundacionales…
En el segundo ensayo con el genio de Darío como centro en El lenguaje de la creación, el Maestro del Interiorismo replantea la teoría del troquelado neuronal del artista de excepción por medio de hechos traumáticos que suscitan un miedo terrífico (los había enumerado: «un suceso estremecedor, un golpe en la cabeza, un contacto eléctrico, un rayo del cielo o una dolencia patológica», y los reenumera incluyendo: nacimiento traumático, dolencia nerviosa, un hecho en la infancia…, sin carácter limitativo); episodios catastróficos o miedos terríficos que habilitan o perfeccionan la capacidad del ser para conectarse a efluvios e irradiaciones cósmicas que fomentan y refuerzan el impulso creador. Este primer presupuesto —continuando con los postulados del autor— una vez asociado a una visión o perspectiva metafísica en el creador, que deberá auxiliarse además de un conglomerado de imágenes arquetípicas y de los sentidos interiores o de la revelación, dará a luz la cabal expresión poética o la locución trascendente, que se entiende conectada con lo divino (entidad numinosa en todo caso, surtidora de la cósmica sabiduría) al través del subconsciente y del inconsciente individual y colectivo. La construcción teórica es brillante, compleja y altamente especulativa. El elemento nuevo con respecto al ensayo inmediatamente anterior también referido al autor de Prosas profanas es la afirmación de la existencia de un lenguaje privativo de la expresión poética, que la determina, la cimenta y la conforma; un lenguaje o sistema de símbolos sin el cual no es posible su concreción y materialización portentosa, que finca por sí mismo los puntales sobre los cuales asientan los poetas la arquitectura verbal. Son esos los arquetipos: ellos conforman el protoidioma de la poesía. Son los vocablos básicos conectados a las más hondas apelaciones de la raza humana. Ellos manifiestan el atavismo y suscitan la conmoción: sangre, aleteo, cuchillo, lengua, tierra, viento, ceniza, polvo, mar, pira, ojo, frío, madera, vientre, esfera, fuerza, alguien, nadie, vacío, soplo, piedra, redondez, filo, carne, verbo, noche, grito, palabra, vocablo, abismo… etc. No creo que haya poeta auténtico que pueda negar la jerarquía de estas misteriosas palabras, de estos denodados símbolos que subyugan y atraen como fuerza centrípeta[viii]. Y para muestra, el estremecedor fragmento del poema de Darío, que transcribe el comentarista y transcribo a continuación en igual extensión y con pareja devoción (Augurios):
Hoy pasó un águila
sobre mi cabeza,
lleva en sus alas
la tormenta,
lleva en sus garras
el rayo que deslumbra y aterra.
¡Oh, águila!
Dame la fortaleza
de sentirme en el lodo humano
con alas y fuerzas
para resistir los embates
de las tempestades perversas,
y de arriba las cóleras
y de abajo las roedoras miserias.
sobre mi cabeza,
lleva en sus alas
la tormenta,
lleva en sus garras
el rayo que deslumbra y aterra.
¡Oh, águila!
Dame la fortaleza
de sentirme en el lodo humano
con alas y fuerzas
para resistir los embates
de las tempestades perversas,
y de arriba las cóleras
y de abajo las roedoras miserias.
Pasó un búho
sobre mi frente.
Yo pensé en Minerva
y en la noche solemne.
¡Oh, búho!
Dame tu silencio perenne,
y tus ojos profundos en la noche
y tu tranquilidad ante la muerte.
Dame tu nocturno imperio
y tu sabiduría celeste,
y tu cabeza cual la de Jano
que, siendo una, mira a Oriente y Occidente.
sobre mi frente.
Yo pensé en Minerva
y en la noche solemne.
¡Oh, búho!
Dame tu silencio perenne,
y tus ojos profundos en la noche
y tu tranquilidad ante la muerte.
Dame tu nocturno imperio
y tu sabiduría celeste,
y tu cabeza cual la de Jano
que, siendo una, mira a Oriente y Occidente.
del cual podemos desgajar los vocablos-símbolos siguientes, no enumerados anteriormente: águila, cabeza, ala, tormenta, garra, rayo, deslumbramiento, terror, fortaleza, lodo, tempestad, arriba, cólera, miseria, búho, silencio, perennidad, muerte, imperio, sabiduría, Jano, Oriente, Occidente…
No quiero terminar la ponderación de la obra sin antes remachar una apreciación que tenderá tal vez adrede a restar gravedad a mis endebles opiniones, haciéndolas consiguientemente más amenas y ordinarias. Pero no por menos grave la valoración es menos verdadera. Veo en la concomitancia entre la práctica y la prédica, y en el carácter modélico de la instrucción dispensada por el Maestro, la aplicación de un lema vocacional: «Aquí se enseña haciendo y se aprende trabajando», norma que asume consciente o inconscientemente don Bruno Rosario Candelier como teórico, como progenitor y mentor del interiorismo literario y, en su praxis magisterial, con la puesta en funcionamiento de la importante estructura de creación artística y de pensamiento que es el Ateneo Insular, uno y otro derivados de su esfuerzo y vocación infatigables.
Damos la enhorabuena a esta nueva publicación. Hay en ella una sabiduría elocuente abierta hacia el infinito dispuesta a ofrecerse a quienes se atrevan a atravesar sus páginas. Se suma a las obras previamente enumeradas y a otras sin enumerar, de igual consistencia y calado en la bibliografía del Interiorismo y de su progenitor. Don Bruno Rosario Candelier persiste, con su altruismo característico, en la formación intelectual, espiritual, moral y estética de sus semejantes y, entre ellos, de los dominicanos… Bello y verdadero es su apostolado. ¡Cómo seduce la reciedumbre de su pensamiento y cómo asombra la magnificencia de sus visiones de poeta!
Conciudadanos: es con hombres de su talante y de su genio que se construye la patria verdadera…
NOTAS FINALES
[1] Biblia católica latinoamericana, Génesis, versículos 3 y 5.
[1] Popol vuh, Fondo de Cultura Económica, México, impresión de 1993.
[1] The Origin and Progress of Man and Language, James Bournett (lord Monboddo). Edición ampliada de 1784, J. Balfour, Edinburgo,
[1] El lenguaje de la creación, págs. 17 y 18, Academia Dominicana de la Lengua, 2019.
[1] Gramática castellana, Editorial Losada S.A, 24ª Edición, Argentina, 1967.
[1] La conferencia fue dictada en el llamado «Círculo Mercantil» de Málaga, España, en la fecha arriba anotada.
[1] El lenguaje de la creación, pág. 190
[1] Don Bruno Rosario Candelier otorga los debidos créditos al intelectual mexicano Fredo Arias de la Canal en la elaboración de la teoría de los arquetipos en el lenguaje poético. Ha escrito: «Si Sigmund Freud descubrió el inconsciente personal en la mente del hombre, que Carl Jung aplicó a la memoria cósmica anidada en la conciencia y que denominó inconsciente colectivo, Fredo Arias abordó el Protoidioma en la creación poética». (El protoidioma de la poesía, página en la red internet de la Fundación Guzmán Ariza, 7 de abril de 2017, https://fundeu.do/protoidioma-la-poesia/)
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