Por
León David.-
Distinguir en los versos el fondo y la
forma; un tema y un desarrollo; el sonido y el sentido; considerar la rítmica,
la métrica y la prosodia como natural y fácilmente separables de la expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis; he ahí otros tantos síntomas de no comprensión o
de insensibilidad en materia poética.
PAUL VALÉRY
El artista
está determinado por su propia obra, y si no obedece a la coherencia interna de
la misma está condenado al fracaso.
LUIGI PAREYSON
...Desde el gesto ancestral en los menhires
sopla una eternidad que no es el viento...
LEOPOLDO MINAYA
A quienes
gentilmente se han tomado la molestia de colmar este salón con el propósito de
escucharme proferir algunas impresiones en torno a la poesía redonda, límpida y
feliz de mi entrañable amigo Leopoldo Minaya, a cuantos con ese fin se han
congregado aquí atentos y cordiales, debo comenzar pidiendo disculpas por
cometer la inurbanidad de no ir directo al grano, de no entrar de una buena vez
en materia (que es lo que ustedes a no dudarlo esperan y desean), y en lugar de
ello resuelvo abrir este conato de deshilvanadas prevenciones estéticas con una
suerte de engorroso introito preñado de cautelas no menos enfadosas acerca de
las limitaciones insalvables que afectan al pensamiento crítico, acerca de las
inevitables restricciones que pesan sobre el análisis teorético de académica
estampa que figurándose poder reducir el poema a cifras, números y fórmulas,
pretende dar cuenta y razón de la fulguración inatrapable de una voz, de las
mágicas resonancias de un musical entramado de palabras ocurriendo a los
marchitos recursos de la prosaica glosa, apelando a la estéril y elemental paráfrasis
y a la concisa pero perfectamente improcedente definición de diccionario.
No
es ésta la primera vez -y mucho me temo no será la última- que en tanto que
profesional de la crítica literaria, no bien enfrento el desafío de
justipreciar las prendas que exornan a un poema glorioso, a un poema cuya
recalcitrante belleza señorea y se impone por modo irresistible al alma, como
es el caso de la mayoría de los textos incluidos en La hora llena, de repente me siento desvalido, inerme y sobre todo
anonadado ante la tarea de apreciación y esclarecimiento que se supone debe el diligente
exegeta llevar a cabo; y los conocimientos arduamente adquiridos, las técnicas
de abordaje asiduamente practicadas, los sutiles artificios retóricos
asimilados y toda la parafernalia de giros de lenguaje, de patrones
estilísticos, de acometimientos verbales en que -gajes de la formación
universitaria- nos ejercitáramos porque alguna vez supusimos útil repertorio de
herramientas para la indagación y desvelamiento de la fugitiva caricia del
poema, he aquí que, para nuestro infortunio y desconcierto, se revelan, al
punto en que nos aventuramos en los hontanares misteriosos de la vera poesía,
infecundos artilugios mentales, osificada batería de engreídas nociones de las
que ciertamente podremos servirnos para hablar de muchas cosas tal vez curiosas,
quizá atrayentes y sugestivas pero adventicias a la composición, y, por
desventura, para más inri -y en esto es menester insistir-, extrínsecas a su
núcleo vital, a su potencial lírico, a aquello que distingue al poema, lo enaltece
y lo vuelve espléndido, prodigioso, irremplazable.
Admitámoslo,
la crítica al uso, tanto la superficial del periodismo que se contenta con
mariposear irresponsable y alegre por entre las estrofas y los versos del
poemario, reclamando haber logrado aprehender merced a su precipitada cuanto
antojadiza auscultación la más recóndita verdad, el más distintivo y esencial
sentido que el escrito trasunta, como aquella otra pesquisa, la que en el
extremo opuesto, doctoral y sesuda, se declara científica, y auxiliándose en
métodos de naturaleza ostentosamente cuantitativa y exacta desarrolla un
maremágnum de enrevesados y tediosos ejercicios de descodificación que
inundando el análisis con un océano de irrelevantes detalles perfectamente
prescindibles, deja escapar intocada la criatura de luz de la poesía, afanes
indagatorios son que, por mucho que se lo propongan y por más que en su heurístico
empeño -acaso loable y de fijo bien intencionado- derrochen experiencia,
recursos y talento, jamás conseguirán conducir al lector a donde éste en verdad
desea llegar: a la playa de finísimas arenas donde el esplendor de la voz poética,
flor que nunca languidece, se entrega cálida y rumorosa como la blanca espuma
de la ola.
Harto
que lo sabía Valéry, el espíritu más sutil y perspicaz de la Francia de su
época y uno de los autores de indispensable lectura del pasado siglo, quien afirmaba:
"Bien podemos contar los pasos de la diosa, anotar la frecuencia y la
longitud medias, no por ello
descubriremos el secreto de su gracia instantánea".
...Y
tal el secreto que el crítico, demasiado cándido o en exceso presuntuoso, se ha
empecinado un día sí y otro también en revelar... Escarmentado como estoy,
luego de aleccionadoras décadas consagrado al adusto y casi
siempre decepcionante ejercicio de la crítica, no puedo menos que llegar a la
desazonadora conclusión de que por mucho que las musas le hayan bendecido con
sus favores, por mucho que se haya achicharrado las pestañas buscando
comprender de qué alquimia gloriosa es fruto el milagroso canto, el minucioso
rastreador de primores poéticos al fin y a la postre ha de conformarse -y eso
si la fortuna tiene a bien cogerle de la mano- con señalar tan solo dónde
aflora la gracia, cuándo la seductora sonrisa de la hermosura se dibuja en los
furtivos labios de la trova, dónde la perfección con sus níveos primores convoca
y maravilla, y no intentará jamás llevar adelante la espinosa cuanto fatua
misión de estrujar razones para explicar lo que no tiene explicación y de vanos
esclarecimientos nos dispensa; me refiero, por descontado, al triunfo glorioso
de la voz que, igual que el cóndor solitario y espléndido sobre las más altas
cumbres, majestuosa, se eleva.
Ahora
bien, si en frontal e irrestricta oposición a los miles de perspicaces
indagadores que entienden que la crítica brinda la oportunidad de instalar al lector
en el mismísimo corazón de lo poético, si en absoluto contraste con dichos
prestigiosos colegas tengo yo por cosa averiguada que ninguna labor
hermenéutica tiene la menor posibilidad de desentrañar el misterio de la poesía,
convengo, en cambio, que una mente cultivada, abierta y rigurosa a la que
acompañe una educada sensibilidad estética puede por medio de la comparación y
de las maniobras, antes aleatorias que sistemáticas del amoroso escrutinio,
fraternizar con el poema, identificarse -milagro de empatía- con su pulsión
emocional, calibrar su eficacia expresiva, situar al lector en una perspectiva
privilegiada que le facilite su correcta aprehensión y cabal disfrute... Y es a
estos modestos objetivos, poco ambiciosos y aún menos llamativos, pero,en canje,alcanzables,
que en tanto que empedernido oficiante de la crítica, al abordar a continuación
la exquisita producción lírica intitulada La
hora llena, procuraré atenerme.
Sin
embargo, antes del prometido abordaje, antes de meterme en harina procediendo a
la valoración de los poemas de Leopoldo Minaya, habrán de consentir quienes a
estas cespitantes conjeturas atienden a una postrera digresión:
Reflexionando
en torno a la poesía (asunto sobre el que nunca he cesado de cavilar), en
página de la que no pienso desdecirme tuve en alguna ocasión el capricho de
expresarme del siguiente modo: "La poesía nos enfronta a la belleza, a la
definitiva y categórica belleza que la palabra alumbra. Pareja belleza, hija
del misterio de la creación, cualquiera que sea el ángulo desde el que se la
contemple, es admirable. Y lo admirable no puede sino cautivar abismándonos en
el arrobamiento y el asombro. El rapto poético no solicita intérpretes; su nuda
manifestación colma y satisface; es siempre plenitud, aquiescencia radiante,
inagotable plétora de vida. La experiencia de leer un poema glorioso es de tal
virtud e intensidad que a su favor el espíritu humano, abandonando por un
instante las lóbregas catacumbas de la convención y la rutina, se eleva hacia
una zona de indescriptible transparencia en donde pareciera que, cual música
celestial, solo el aleteo de los ángeles nos acuna. El sentimiento que la
poesía suscita, cuando hondo y recio, copa por entero el alma y como que limpia
el espíritu y lo torna leve y vaporoso".
Empero,
¡mucho cuidado!, estamos hablando de la vera poesía, de la más alta, de la
ineludible, de la transmutatoria. Y tal poesía solo puede brotar del intelecto
y el corazón de los aedos mayores. Porque una cosa es pergeñar frases de
similar o equivalente medida silábica, una cosa es embutir de imágenes y otras
figuras de retórica laya el escrito, y otra, enteramente ajena y aún
encontrada, verter en el vocablo ese tremor, esa iridiscencia, esa fragancia
embrujadora que extrayéndolos de la mera función de comunicación utilitaria a
la que el manoseado término se sujeta en su uso convencional y cotidiano, le
imprime en el contexto estrófico en el que merced a inopinada permutación verbal
ahora hospeda, un valor diferente y único, valor que con el objeto de
comprender y disfrutar lo que el poeta dice, obliga al lector a adoptar una
postura antagónica a toda utilitaria propensión anímica, le conmina, le fuerza -impulso
al que el fruidor maravillado se entrega- a instalarse en ese estado perceptivo
excepcional al que no todos los que pasean su mirada por los versos que la
página exhibe son capaces de acceder, vivencia privada, intransferible,
acaparadora y absorbente que solemos llamar "estado poético". Y
puesto que, a tenor de lo que bastantes décadas atrás Valéry formulara, esto
es, que la poesía no puede "reducirse a la expresión de un pensamiento,
ni, en consecuencia, traducirse a otros términos sin perecer" y que
"la trasmisión de un estado poético que compromete a todo el ser sensible
es cosa distinta a la trasmisión de una idea", sería ingenuidad de a libra
suponer -como dijera cierto autor cuyo nombre no acude ahora a mi recuerdo- que
"el sacudimiento íntimo que depara la lectura de encumbradas estrofas, esa
envolvente y férvida emoción a la que ninguna fibra de nuestro ser puede
permanecer ajena, admita ser trasvasada a las abstractas nociones del
razonamiento discursivo. El más pujante y perspicaz intelecto aplicado a
desentrañar el enigma de la palabra poética, por mucho que nos favorezca con
feraz cosecha de observaciones atinadas, dejará siempre escabullirse lo
esencial: la emoción estética que la creación suscita y la visión inefable de
unidad, integración y coherencia con la que el símbolo poético gratifica y
alienta".
Pero
¿qué es un poeta? Remedando al autor del Cementerio
marino, me arriesgaré a definirlo...,escúcheseme bien que esto no es cosa
baladí: poeta es el escritor para quien los sonidos del lenguaje tienen la misma,
exactamente la misma importancia que el sentido. Y en este punto autoríceseme a
citar nuevamente a Valéry, quien sobre dicho tema apuntaba con precisa y filosa
agudeza que "El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que
lo hacen el uso y la necesidad. Sin duda se trata de las mismas palabras, pero
en modo alguno de los mismos valores. El no-uso, el no-decir que llueve es lo propio del poeta; y todo lo que afirma,
todo lo que demuestra que no habla en prosa, es bueno en él. Las rimas, la
inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo esto,
hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la inclinación
prosaica del lector -del mismo modo que las famosas "reglas" del arte
poético tienen por efecto recordar incesantemente al poeta el universo complejo de ese arte. La
imposibilidad de reducir su obra a la prosa, la de decirla o de comprenderla como
prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esa
obra no tiene poéticamente ningún
sentido".
Y
porque es poeta, y de los grandes (nació con esa virtud o quizás maldición),
Leopoldo Minaya, el autor del peñascoso cuanto perdurable volumen La hora llena sobre el que a seguidas,
con la falta de método y sistema que me caracteriza, volcaré sobre estas
cuartillas algunos atropellados comentarios, Leopoldo Minaya, decía, como todo
bardo de genuina prosapia, cuando henchido de lírico embeleso levanta su
palabra hacia las diáfanas latitudes de la poesía, no puede sino cantar..., o,
es otra forma de decirlo, nos envuelve y transporta merced al ritmo ora
centelleante, ora asordinado de la frase, merced a la sui géneris musicalidad
que de súbito irradian los vocablos, merced a esa inopinada espesura sonora
que, imponiéndose a los prosaicos modales del discurso utilitario, infunde
nuevo y sorprendente sentido a lo expresado, y entonces lo inaudito sucede:
-¿Qué impulso de la luz no se detiene
si lo ordena el vacío
de tus ojos?
Ante ti, como al soplo me
prosterno.
Ante ti, como en vado, me
arremango...
Abruptas crepitaciones del
carbón...
¡Oh, la piedra que cae más
severa!
Ya deshecho el costado, ¿dónde
anda
lo que vi, lo que amé y lo
que fuera!
¿Qué poeta
que ese nombre merezca no ha sido alguna vez llamado a platicar con la muerte?
Somos los seres humanos la única criatura que sabemos -para nuestra desdicha-
que vamos a morir, que estamos destinados a desaparecer, que nuestra mundanal
presencia es efímera y que de manera ineluctable, cuando la señora de la
guadaña toque a nuestra puerta todo lo que amamos, todo lo que ambicionamos y
admiramos y cosechamos pacientemente en nuestros corazones quedará atrás,
irremisiblemente atrás, perdido para siempre, quebradiza súplica que ni el
recuerdo ni la añoranza -que se habrán igualmente desvanecido- podrán jamás
recuperar.
Y
por ende, los versos del caliginoso y breve texto que vengo de transcribir,
transidos de funeral angustia, cuyo título, Muerte,
-no podía ser otro- es ya de por sí anuncio lapidario de irremediable espanto,
tales versos hállanse en las antípodas de una mera especulación reflexiva. El
bardo no está filosofando. El lenguaje discursivo del que nos servimos todos
los hablantes a guisa de simple medio de intercambio de ideas por modo a
realizar nuestros propósitos en el ámbito de la cotidianidad, se muestra
impotente, absolutamente estéril a la hora de vaciar dicho poema en un discurso
distinto del original, incurriendo entonces quien a tan delictiva paráfrasis se
entrega en una desleída versión en prosa que interesada en destacar el "contenido"
o "fondo" del escrito, se despreocupa por lo que hace al ordenamiento
léxico y sintáctico de ese efluvio verbal con el que el autor nos gratifica, desahogo
que responde a una poderosa cuanto oscura visión que el muy consciente deseo de
generar belleza anima y nutre... Y, por descontado, el valor poético de parejo
texto tampoco se fundamenta en el hecho de que la voces empleadas por el poeta
pertenezcan a un registro culto, estilizado, impoluto, ajeno al vocabulario
llano de la gente de a pie, que no es así..., pues si de algo estoy muy cierto
es que salvo el verbo "prosternar" y el adjetivo "abruptas"
, el resto de los términos que el vate emplea son de uso habitual y
perfectamente comprensibles. Lo que sucede es que, tal y como proclamaba Paul
Valéry en párrafo reseñado ut supra,
Leopoldo Minaya procede a colocar dichos términos en un orden peculiar que no
se ciñe con exclusividad a las pautas gramaticales de la prosa discursiva,
orden o disposición que obedeciendo a un agudo sentimiento de armonía sonora y
de reiteración rítmica de la frase (clara señal de que es un poeta el que nos
interpela), añade al significado primario de las palabras otro matiz, otro
aliento, otro sentido que hasta ese instante (el de la lectura del poema) nos
era por entero ajeno e ignoto; circunstancia que nada tiene a
la postre de
extraña ya que estamos ante una afortunada invención del lírico, ante una idiosincrática
fabulación que en su esfuerzo denodado por trasvasar a la lengua que hablamos
las palpitaciones y centelleos propios del estado poético en el que se
encuentra en el momento en el que brotan de los puntos de su pluma las ideas,
figuras e imágenes que en su fuero íntimo se agitan y atropellan -pulsiones que
hasta entonces carecían de nombre en los predios del idioma castellano-, transfiere
semejantes nuevas semánticas connotaciones emotivas propias del susodicho estado
poético a las gastadas monedas del idioma. Empero, para lograrlo debe levantar
su discurso a un plano que sin agravio a las consabidas normas gramaticales del
castellano, toma distancia, nítida y persistente distancia del mero decir
comunicativo propio de la conversación común y, en general, de los apegos y
propensiones a que es afecta la prosa ordinaria, situando por consiguiente el
autor su texto literario en las latitudes transparentes de la poiesis, y facilitándole así al lector que
anda a la husma de espiritual disfrute el acceso franco y total al estado de
calológica contemplación.
De
ahí que acuda el aedo al canto, a los efugios retóricos del ritmo, de la frase
de una misma medida que como golpes de inapelable gong reiteran cual ahogado
alarido la angustia y el desahucio; de ahí que los endecasílabos que dan cuerpo
a dicho poema -pese a que al principio el poeta los segmente y separe- resuenen
con fatídico restallar que anuncia sepulcrales albures:
Ante ti, como al soplo, me prosterno.
Ante ti, como en vado, me
arremango.
Abruptas crepitaciones del
carbón...
¡Oh la piedra que cae más
severa!
Para poder expresar lo que
siente, y expresarlo bellamente, que es lo que en realidad se propone, no le
queda otro camino al escaldo que vaciar su fardo visionario de emociones, de
sacudimientos e inquietudes en un discurso que, a leguas de distancia del
enunciado utilitario o funcional, ya no se contrae a referir, a relatar, a
describir, sino que encarna y materializa (entre otras cosas por mor de su
obsesiva sonoridad) aquello que menciona. Y entonces la muerte deja de aparecer
a guisa de abstracto tema sobre el que bordar ideas, para presentársenos en
tanto que macabro espectro al que casi podemos ver y palpar, fantasiosa
emanación horriblemente sincera de la tribulación, ansiedad y desesperanza que
carcomen el alma del poeta de repente encallada en los bajíos tenebrosos de
ultratumba. No es igual decir lo que se es que ser lo que se dice. El primero
reflexiona, el segundo poetiza. El autor de la breve pieza que estamos a humo
de pajas comentando es poeta porque aunque nos habla de la muerte no se
constriñe a declarar lo que acerca de ella opina, sino que se revela capaz de
hacérnosla sentir desde los hontanares de su propia vivencia; y con ese fin
acude a los probados recursos de la versificación, apartándonos del habla
prosaica e instalándonos en un privilegiado belvedere desde el que
inesperadamente, en admirativo goce, merced a empática identificación nos
transformamos en dócil instrumento sensitivo apto para captar todos los
destellos e irradiaciones de la fabulación verbal que su mente concibiera y su
fantasía modelara.
Ahora
bien, va de suyo que el mecanismo del verso, con su pronunciado cariz rítmico
que lo particulariza y distingue en tanto que manifestación lingüística exótica
ajena al discurso ordinario, tal expediente retórico, no obstante su crucial monta
y alcance por lo que toca a la plasmación de una criatura verbal de lírico
abolengo, es artificio sonoro que, sin embargo,erraríamos la diana si
creyéramos constituye el único recurso expresivo de que se vale el autor del
poema que nos ocupa, a cuya ponderación, con la insolvencia propia de quien
desconfía de semejante operación exegética, nos hemos abocado.Pues como a nadie
que al leer las estrofas de autos y poseedor de un mínimo de sensibilidad
artística y recto juicio se le ocultará, los referidos versos nos enfrontan a
un planteo de naturaleza dramática. En efecto, he aquí que apelando a los
probados cuanto añejos procedimientos de la prosopopeya, el poeta, no bien comienza
a explayarse nos coloca ante un turbio escenario en el que se desarrolla el
encuentro con la concreta y brutal figura de la muerte. El poema inicia con la
pregunta del bardo a la fantasmal aparición:
-¿Qué impulso de la luz no se detiene
si lo ordena el vacío
de tus ojos?
En
realidad, no se trata de una pregunta sino de una categórica afirmación, o, más
aún,de una invectiva, de un amargo reproche que adopta el atuendo de la
interrogación para paradójicamente recalcar por ese elusivo medio la terrorífica
verdad a que se alude, a saber, que las tinieblas del sepulcro, cuando la hora
es llegada, cuando la parca así lo dictamina, prevalece sin falta sobre el
precario gorjeo de la vida... Empero, lo que sería gravoso desatino desatender
no es, ténganlo por seguro, el obvio significado de indignada resignación ante
lo inevitable, ante la perspectiva de olvido y polvo que la pregunta a la
fúnebre interlocutora presagia, sino la manera, llamémosla teatral y vívida,
como el poeta nos convoca, o, mejor, nos emplaza a asumir lo que nos dice en
tanto que suceso verosímil que ante nuestros ojos en el instante mismo de la
lectura transcurre y nos sorprende. Y no es que el aedo se aplique a una
minuciosa hipotiposis de la fisonomía de la fúnebre dialogadora con la que
platica (lo que posiblemente hubiera restado en intensidad y patetismo lo que
habría podido ganar en colorido), que parejo enfoque descriptivo dada la
sobriedad implosiva del gesto verbal, concisión que no admite hojarasca en
poema de tan resumida traza, no resulta para nada necesario en orden a
imponernos con escalofriante nitidez la imagen de la muerte. Le basta al poeta
un solo rasgo físico -"el vacío de tus ojos"- para que cobre cuerpo,
para que se materialice y encarne la abstracta idea del término fatal. A partir
de ahí ya hemos abandonado el firme territorio de los hechos empíricos, el
ámbito que convencionalmente denominamos "realidad", para en alas de
un sabio cuanto sutil trastrocamiento de los sentidos aventurarnos en la comarca
de la fantasía poética, en el plano de los valores de estética índole. Entonces
ya no precisa el bardo dibujar el rostro o las facciones de su implacable
interlocutora porque la mera circunstancia de que todos los versos de la
composición se perfilen en tanto que acerba increpación y tormentosa queja
dirigidas a la de los ojos vacíos, brinda más que suficiente razón para que, al
modo de espectadores de un dilacerante espectáculo escénico, nos identifiquemos
emocionalmente con lo que allí, en el espacio de musicales frases del poema,
sucede. Y ahora la muerte se manifiesta no como objetiva personificación, sino
que por modo indirecto impone su dominio en la medida en que el poeta reacciona
ante ella como lo haría el siervo ante el amo o el impotente esclavo ante el
señor soberbio:
Ante ti, como al soplo, me prosterno.
Ante ti, como en vado, me
arremango.
Y entonces ya no requiere la
muerte que la pluma del lírico delinee su estampa, pues más allá de los rasgos
con que podamos imaginarla, ella se hace presente como imagen reflejada en el
azogue del espejo en la reacción de horror y desencanto del poeta, a quien su
fantasmal figura le arranca ardientes versos de sombrío estupor:
Abruptas crepitaciones del carbón...
¡Oh la piedra que cae más
severa!
Para al final, trágico colofón,
lanzar al aire el clamor de su queja:
Ya deshecho el costado, ¿dónde anda
lo que vi, lo que amé, y lo
que fuera!
Ciérrase así el poema, derramando
por entre los entresijos de los armoniosos endecasílabos las agruras de la
lamentación, melancólica despedida de cuanto de preciado, amable y hermoso
escapa cuando se trunca la existencia, gimiente protesta que desde la más
oscura noche de los tiempos el ser humano ha hecho suya, y que la poesía más
perdurable y honda, para gloria y prez de nuestra tradición lírica castellana,
ha sabido recoger en memorables elegías, baladas, coplas y sonetos; y, no hace
falta decirlo, a esta señalada tradición se suma ahora Leopoldo Minaya
enriqueciéndola con la no por lúgubre menos conmovedora composición a que hemos
consagrado estos titubeantes escolios.
Claro
que, contrastando con la fúnebre tonalidad de la pieza ut supra comentada, copia de poemas de luminosa y a veces risueña
factura hallaremos en el volumen La hora
llena. Y siempre que no seamos refractarios a la mieles del ritmo verbal y
la musicalidad del verso, no será menester aplicar el oído para percatarnos de
que el expediente de reiterar frases de similar longitud silábica es el
artificio supremo de que se vale Minaya para transformar en canto, esto es, en
poesía, lo que de otra forma solo sería tópica divagación. Que -no me cansaré
de remacharlo- a diferencia del grueso de los sedicentes poetas del joven gay
trinar que, sabrá Dios la razón, parecen haberse puesto de acuerdo para abjurar
de las añosas pero siempre eficaces recetas del arte poético clásico que
nuestros más prominentes aedos peninsulares e hispanoamericanos jamás dejaron
de aplicar, a diferencia, repito, de la hornada de novísimos juglares cuyos
maullidos supuestamente originales no cesan de agraviar los oídos de quienes
nos hemos formado en la lectura asaz placentera de los más encumbrados porta-liras de
nuestra casta y solar, Leopoldo Minaya, epígono devoto y empecinado de los
creadores literarios de suprema valía, haciendo caso omiso a los aspavientos de
la moda imperante entre la populosa cofradía de los auto-denominados poetas de
la modernidad, partidarios de una libertad absoluta en materia expresiva, se
acoge, para escándalo de tan estrepitosa congregación, a las pautas, modelos y
formas retóricas de probada eficiencia que la luenga tradición poética
castellana nos legara para fortuna de quienes todavía son capaces de apreciar
lo que es digno de aprecio.Porque en contraposición a la secta de escritores a
la que, para mi escozor y contrariedad, me he visto obligado a referirme en los
renglones que anteceden, el autor de La
hora llena no piensa que imitar a los gigantes de la lírica de todos los
tiempos importe desmedro alguno por lo que respecta a ofrecer su propia visión
personal, por lo que atañe a imprimir en el poema su idiosincrático y
específico talante espiritual...
Y
llegado a estos arrabales de mi descosido comentario, porque me cae de perlas,
traeré una vez más a esta martirizada cuartilla la opinión que sobre el tema
que ahora nos distrae expusiera en ensayo que no tiene desperdicio Paul Valéry,
la cual reza: "No hay nada más nuevo que la especie de obligación que se
impone a los escritores de ser enteramente nuevos. En nuestros días, se
necesita una muy grande e intrépida humildad para atreverse a inspirarse en
otro."Y es esa "grande e intrépida humildad" la que, rara avis en este nuestro terruño
insular, demuestra poseer Leopoldo Minaya cuando empuña la pluma para que la
palabra gastada e incolora del día a día consiga extender sus alas y emprender
vuelo hacia la transparente región de la poesía donde, inmaculada y mirífica,
hospeda la belleza.
Belleza,
sí, no nos avergoncemos de mencionarla; belleza que es una y la misma aunque
luzca mil rostros. La pudimos admirar en el poema Muerte volcándose en pétreos y atormentados endecasílabos..., y de
repente hela aquí nueva vez en la composición intitulada La puerta, igualmente musical, igualmente atenida la frase a los
caireles acogedores del metro; solo que para la ocasión topamos básicamente con
el verso de arte menor en el que junto a otros de aún más breve longitud alternan
los de cinco y siete sílabas; de ahí la sensación de ligereza, de grácil
correteo, de verbal diafanidad que, sin embargo, contrasta -llamativa paradoja-
con un decir que está en el polo opuesto a lo corriente, natural y fácil, un
decir en el que la extrañeza, la anomalía, el pasmo, y a fin de cuentas el
misterio, esto es, lo incógnito y arcano nos abisma y ofusca. Echémosle un
somero vistazo a vuelo de pájaro a dicha pieza:
-¿Y si despierto?
¿Y si me inundo
de grácil brillantez
-de ruidosa mudez-
en la redonda noche?
¿Y si toco a tientas
mis manos
al filo de la luz
-al hilo de la luz-
y no me encuentro?
¡Retransfiguración!
¡Retrans-
figuración!
Dirán: la carne
se hizo verbo
cuando quería ser blanca
madera de los álamos...
¡Y ya
no se hable más!
Falsos
acordes,
guturales sonidos,
¡callad!
¡Los hilos del a-h-o-r-a
se destrenzan,
los lazos de la h-o-r-a
se destejen...
y ya llevo el silencio
por librea!
Noche de los cánticos azules,
¡oh noche de los cánticos
azules,
voy
vistiendo el silencio
por librea!
¿De qué nos está hablando el
poeta? Faena nada hacedera averiguarlo... Empero, lo que a poco la lectura de
parejas estrofas nos trasmite es la sensación radiante y esperanzada de que un
suceso inusitado y fabuloso se está manifestando o esta a punto de ocurrir; un
acaecimiento que hasta al mismo sujeto que lo vive embarga de asombro ante lo
inesperado de tamaño prodigio. Y es esa perturbadora y a la vez deleitosa
impresión de maravilla la que en términos emocionales colora con matices de
sonriente pasmo cada un verso del poema de autos...Sin embargo, una más
acuciosa y detenida lectura nos pone en el camino correcto que conduce a la
intelección de la experiencia insólita a la que el bardo apunta; pues lo que
tales estrofas traen a cuento, o así me lo parece,es la vivencia de una
estremecedora metamorfosis. Que dicha trasmutación sea verídica y haya hincado
sus garras en la carne anhelante del cantor o se revele simple producto de la
fantasía, espasmo del ensueño, es lo de menos, ya que el efecto de febril y
milagroso aturdimiento que semejante circunstancia horra de precedentes
implicara quedó para siempre fijada en las seductoras sinuosidades del discurso
poético. Minaya, o, mejor, su alter ego lírico,
al que de pronto la ventolera de la estupefacción remueve las ansias, frente a
lo extraordinario de la sensación que en ese instante le aparta de la ordinaria
realidad, todavía dubitativo aun cuando anheloso de que esa apetecible
transformación quimérica y admirable se produzca, a sí propio, con la ilusión
reverdecida, se interroga:
-¿Y si despierto?
¿Y si me inundo
de grácil brillantez
-de ruidosa mudez-
en la redonda noche?
¿Si toco a tientas
mis manos
al filo de la luz
-al hilo de la luz-
y no me encuentro?
Lo que el aedo nos relata es la
aventura del despertar. Porque los seres humanos solemos estar permanentemente
dormidos; dormidos en la rutina cotidiana de ojos abiertos que denominamos
"realidad". Renegamos del sueño tildándolo de especiosa fabulación
del inconsciente; abjuramos del mito y la leyenda acusándolos de falaz
impostura de la imaginación; repudiamos por innominadas y oscuras cuantas
pulsiones nos convidan a visionarios vagabundeos conceptuales... Pero entonces,
en aquellas escasas y escogidas criaturas que han sido apodadas poetas, durante
ciertos milagrosos instantes de inopinada iluminación, de emocional sapiencia,
la verdad de la espiritual condición humana irrumpe a modo del rayo de sol que cual
ladrón sigiloso penetra por la rendija de la ventana cerrada e invade y disuelve
la penumbra de la polvorienta habitación, y es la ocasión en que desperezándose
atina a contemplar el bardo con los ojos volteados hacia la carne y el tuétano
la presentida certidumbre de su aseidad. No es otra la razón de que el sujeto
verbal que nos interpela en el poema La
puerta se adivine inundado de "grácil brillantez", se descubra
conformado de "ruidosa mudez en la redonda noche", y, sobre todo,
desaparezca en tanto que carnal presencia porque al tocarse las manos a tientas
al filo de la luz ya no se encuentra. La transfiguración se ha consumado. Su
opacidad corporal, su material figura helas aquí convertidas en palabras, en
las resplandecientes y cantarinas frases de la trova. Pero no se conforma el
vate con pareja metamorfosis por muy drástica y contundente que pueda esta
parecernos. Y es que el verbo, no importa su airosa levedad, no le basta cuando
a lo que en verdad aspira es a "ser blanca madera de los álamos",
verbi gracia, a no juzgar el lector de otra manera y siempre que no vaya
desatinado en mi intento de comprensión de tan enigmáticas estrofas, para
Leopoldo Minaya, anhelante de místico connubio con el universo (simbolizado en
la blanca madera de los álamos) hasta las modulaciones más armoniosos del canto
resultarán insuficientes; de ahí que irritado exclame:
¡Y ya
no se hable más!
Falsos
acordes,
guturales sonidos,
¡callad!
Como sucede con quien ha sido
flechado con la contemplación del todo, del único, de lo innombrable, los
vocablos de la lengua -incluso los de la poesía- muéstranse indigentes e
incapaces de comunicar tan inefable experiencia. Sólo el silencio, ese abismal
silencio de la noche al que aluden los místicos, tiene la facultad de decir lo
que la mustia finitud de la palabra de manera invariable hará desdeñosa a un
lado. Por ello los versos postreros del meduloso poema que nos distrae se nos
presentan a modo de epifanía, de exaltado encuentro con la verdad última que el
silencio proclama:
Noche
de los cánticos azules,
¡oh, noche de los cánticos
azules,
voy vistiendo el silencio
por librea!
El poeta sabe harto bien que el
silencio es la sagrada voz del infinito con el que en el pródigo instante de la
visión creadora se identifica él, al extremo de arriesgarse a perder su
fragmentaria y efímera fisionomía de criatura encerrada en la mazmorra de la
carne y la piel. Sin embargo, como por definición el silencio no puede hablar,
para que al menos su singular mudez como cálido soplo roce nuestra nuca, debe
el cantor prestarle sus palabras, único recurso con que cuenta para plasmar
-contradictoria incongruencia- el extático lance anímico que sin quererlo ni
buscarlo repentinamente le avasallara.
Y
surge el poema La puerta, a cuyo
fascinador oleaje compuesto de rítmicas estrofas sobre las que nos deslizamos
admirados y absortos no podremos sino entregarnos, deslumbrados,sobrecogidos, por
el trastocador destello del enigma.
Mas
si el vate nos impone su visionario cuadro, si nos lo vuelve entrañablemente
estremecedor y verosímil, es gracias al
canto, merced a las añosas pautas de la versificación tradicional que él maneja
con suprema destreza. Ninguna prosa, por substanciosa y estilísticamente
levantada que se nos ocurra imaginar, sería capaz de traducir el núcleo
sapiencial y emotivo que el poema atesora, ni mucho menos embelesarnos,
entusiasmarnos, maravillarnos, como lo consiguen esas musicales frases de arte
menor sobre las que han recaído, para infortunio de cuantos me escuchan, estos
demasiado paticortos comentarios.
Ahora
bien, Leopoldo Minaya está hasta tal punto cierto, hasta tal extremo persuadido
de que al acomodar la corriente de su canto a los más tradicionales y consagrados
moldes métricos de la lírica castellana su decir no pierde ni un gramo siquiera
de originalidad, que no contento con amoldar el sesgo personal de su voz al
cauce rítmico musical del verso de clásica y añeja raigambre-sea éste de arte
mayor o menor-, no satisfecho, señalaba, con adoptar por empática inclinación
personal el linajudo estuche de la frase medida y regular de la que la
caudalosa mayoría de los poetas contemporáneos abomina, no le tiembla el pulso
a la hora de ajustar las crepitaciones de su expresión poética a la hoy tan
negligida cuando no denigrada forma del soneto...
Y es
que aunque acaso no lo haya oído mencionar ni leído una sola línea de sus
libros, nuestro intuitivo aedo si de algo se ha percatado es de la verdad que
alientan las palabras del eximio teórico de la literatura y esteta italiano
Luigi Pareyson cuando sentencia: "el artista ve en el modelo su modelo y no cesa de crear según su estilo incluso cuando continúa la
obra precedente. La posibilidad de ser innovador y continuador al mismo tiempo
corresponde, pues, a la congenialidad, gracias a la cual uno puede asemejarse a
los otros siendo sin embargo él mismo, y ser él mismo pareciéndose a los
otros".
Para
el caso que nos ocupa, congenialidad, hasta donde me lo permite captar la
medianía de mi ingenio, es confraternidad espiritual, similitud de sentimiento
y vibración afectiva; de ahí que los sedicentes líricos que a la sazón nos importunan
con sus desentonados cacareos se muestren incapaces de producir obras
afianzadas en las normas a que han respondido las más valiosas creaciones
poéticas de nuestra opima tradición literaria..., porque no las conocen, porque
nunca se han familiarizado -como sí lo ha hecho Leopoldo Minaya- con los
ejemplares maestros de la palabra; y como para que se dé la referida
congenialidad es preciso primero que nada haberse entregado a la lectura de lo
que los bardos más insignes escribieran, de manera a percibir la cercanía
espiritual y expresiva con éste o con aquél de los autores inspeccionados, hubiera
sido irrisoria inocentada suponer que quienes se han despreocupado olímpicamente
de lo que en materia expresiva aportaran nuestros más conspicuos porta liras, se
consagrasen a imitar con fervor sus usos lingüísticos y patrones formales, que
por serles por entero desconocidos y ajenos, se apresuran -gajes de la
jactanciosa ignorancia- a desechar.
Leopoldo
Minaya sabe demasiado bien que al encajar con firmeza los troncones de su
canto en la hospitalaria tierra de la tradición, lejos de sentirse maniatado,
lejos de sentirse cautivo de fórmulas osificadas, se está abriendo franco
camino hacia los pagos de esa tan solicitada y ciertamente imprescindible originalidad.
Pues, como en términos claros y categóricos manifestaba el antes citado Luigi
Pareyson: "Hay que darse cuenta de que la tradición no es una bola de
plomo a los pies, una rémora al libre
camino del arte, una prisión que nos corte las alas, sino herencia que hay que
conservar, legado del que hay que ser merecedor, patrimonio que hay que hacer
rentar, perfección de la que hay que ser digno y compromiso que hay que
mantener".
Y
semejantes apego y solicitud para con los modelos magnos de la tradición son
los que mueven al autor de La hora llena a
adoptar, en total contraposición a la moda poética imperante, la artificiosamente
concentrada cuanto perdurable estructura del soneto. Veámoslo:
HUMO
HUMANIDAD
Hablo del humo y hablo de lo
humano,
hablando, en cada caso, por
lo mismo:
la relación del pez sobre el
abismo
se implica en la ecuación, si
das la mano.
Va de Intento: Timón cavó la
gruta,
pues Pluto pereció, y fue
humillado...
¿No es a Pluto a quien buscan
en tu prado?
Y perder a un amigo, ¿no te
enluta?
Al cabo del vaivén nada es
eterno...
¿Y podremos decirlo los
poetas
o decirlo el pintor con su
paleta?
No todo es material, algo es
eterno,
espíritu-espiral,
voluta-criba,
desmembramiento humano que
trasciende
siendo humo (no pesa y se
comprende
su vocación de andarse
siempre arriba)
Demuestra Leopoldo Minaya en este
soneto de irregular factura (culmina en una estrofa con estrambote de cinco
versos y no de tres como lo demanda el protocolo clásico), que es perfectamente
capaz de infundir un aire fresco de muy actual jaez a la antañona horma
renacentista; en endecasílabos perfectos de rima consonante, desarrollando una
filosófica comparación entre el ser humano y el humo,(analogía que en cierto
modo fundamenta la similar sonoridad entre humo y humano, la cual, a su vez,
remite de juro a la idea de lo efímero y vaporoso de la adánica progenie),
explayándose, pues, en torno a dicha temática, el autor del soneto de marras no
se priva de adoptar una sutil perspectiva irónica que la referencia erudita a
Timón, el pensador y poeta escéptico y a Pluto, la personificación de la
riqueza material, ponen de resalto por obra del brusco contraste entre ambas
figuras -una histórica y mítica la otra- con el contexto coloquial y exento de vocablos
de docto cariz de dicha pieza lírica; irónico talante el de los versos que ahora
nos distraen que el afortunado cuanto convincente paralelo entre lo humano y el
humo, paralelo que se retoma en la estrofa final, patentiza por modo ostensible...;
pues advierto en esos postreros versos, amén de la felicidad de haber
encontrado su autor una estrecha y por decirlo así manifiesta relación
ontológica entre el humo y lo humano, entre la similitud fonética de ambas
voces y el significado de rápida disolución a la que las dos expresiones aluden,
la burlona idea de que la propensión de los hombres a no aceptar el término
fatal de la extinción y a procurar perdurar así sea bajo otro aspecto y
condición, tiene que ver con el hecho de que, dada su peculiar naturaleza de
criatura no solo material, no le queda otro remedio que trascender, quiero
decir, elevarse al igual que el humo que porque no pesa "se comprende/su
vocación de andarse siempre arriba".
Ahora
bien, lo que nos interesaba destacar al traer a colación el agudo soneto de
autos era, antes que comprobar su eficacia artística y el talento creador de
quien lo concibiera, hacer ver que para Leopoldo Minaya transitar por los
predios de las más exigentes convenciones poéticas -y nada más convencional y
artificioso que el molde del soneto-, asumir, insisto, como propias, necesarias
y útiles las normas por las que se ha regido desde sus inicios la poesía
escrita en nuestra vernácula lengua castellana, no ha representado nunca arduo
esfuerzo ni mucho menos extravagante empeño de distinguirse mediante una
arqueológica demostración de habilidad versificadora. Que si Minaya recurre una
y otra vez a los veneros de la tradición no es por hacer alarde de pericia
técnica ni para presumir de conocedor de las añosas reglas a que se sometían
los encumbrados bardos de siglos anteriores, sino porque para él las supuestas
restricciones a que conminan la frase de uniforme medida silábica, las
analogías sonoras y de sentido de la rima y, en general, los variados
protocolos fonéticos y gramaticales que impone la búsqueda verbal de armonía y
belleza, lejos de constituir opresivas cadenas que ahogan el soplo de la
inspiración, se revelan desafiantes sujeciones, estimuladoras dificultades que
en lugar de frenar u obstaculizar el aliento creativo, impulsan y dirigen por
imprevistas y fascinantes sendas su poético numen.
Porque
poeta de la cabeza hasta los pies, a Leopoldo Minaya nadie ha tenido que
explicarle lo benéfico del comercio con los requerimientos retóricos de la
tradición poética española e hispanoamericana, que con la sola brújula de su
exquisita sensibilidad y perspicuidad intuitiva él harto que habría refrendado
las palabras de Luigi Pareyson cuando por este modo se manifestaba: "(...)
una forma métrica influye en la misma inspiración y, aunque dando pie a una
serie de ociosos "divertimentos" y de habilísimos malabarismo,
estimula y dirige la creatividad artística, facilitándole motivos y pretextos a
través de la infinita y distinta variedad de sus posibilidades, guiando al
artista a la perfección por la exigencia de una severísima y rígida disciplina
y un rigor inflexible y necesario".
E
igualmente compartiría el autor de La hora
llena, porque tal ha sido siempre su vivencial convicción, su más indeleble
credo, los conceptos del precitado esteta cuando asienta: "sería bien
pobre la inspiración que sintiese como constrictivos, no digo los preceptos
impuestos por una tradición jamás aceptada, sino todo tipo de reglas, y que,
incapaz de disciplina, exigiese la más desenfrenada libertad; y bien débil la
voz que, para hacerse oír, temiese mezclarse con la de otros; y poco firme la
obra que, para alcanzar su individualidad, pidiese ser única en su género y
detestase todo parentesco o afinidad".
Basta.
Demasiado me he extendido..., y demasiado me queda por decir acerca de la
poesía subyugante de Leopoldo Minaya. Sin embargo, quien haya atendido a las
razones hasta ahora expuestas, ya que no podrá hacerse un juicio cabal acerca
de las innumerables felicidades que alienta la voz de nuestro dominicano aedo,
habida cuenta de que en un somero acercamiento ponderativo de la naturaleza
meramente introductoria a que ha debido contraerse este conato de valoración,
jamás podría cálamo alguno sacar a relucir las populosas bondades de sus
poemas, quien, reitero, haya prestado oídos a las insuficientes apreciaciones
aquí vertidas, con toda seguridad querrá conocer más en profundidad el quehacer
lírico de nuestro injustamente ignorado compatriota. Y esa será su tarea... Por
lo que a mí respecta, con el tiempo atándome corto, forzado estoy a poner punto
final a mis deshilachadas digresiones. Empero, sería imperdonable distracción
dar cierre a estos comentarios -acaso prescindibles- omitiendo exponer un par
de consideraciones sobre el que entiendo es el más logrado texto del poemario
de Minaya; me refiero a la composición intitulada El último regreso, poema que merece figurar en sitial de honor en
las más selectas antologías de la poesía en lengua española. Y esto que acabo
de declarar no es hiperbólica loa motivada por la fraternal amistad que me une
al poeta. Una simple lectura dará razón de mi entusiasta encomio.
Comprobémoslo:
-Madre, no quisiera
que me hundan en la tierra
cuando muera,
ni que tapien mi cuerpo en
oscuros pabellones,
ni que esparzan al viento mis
cenizas,
ni me arrojen al mar por la
cubierta.
No vengo de la tierra,
no soy del polvo... y en
polvo...
¿por qué he de convertirme?
No vengo del granito ni del
mármol inhóspito
ni del concreto seco;
no provengo del mar ni de la
pira.
Vengo de ti,
de la blanda carne maternal,
de la sangre amorosa y de tu
llanto.
Vengo de tu inquietud,
de tus angustias,
de la inseguridad segura de
tus días,
vengo de la verdad de tu
existencia.
Ay, madre, qué será de mí
cuando ya no pueda
sostenerme en pie
ni atrapar con mis ojos el
amplio derredor,
cuando todo oscurezca de
repente
y ya no sienta ni el frío que
me invade.
Aléjame la ropa y la madera,
regrésame al origen y al
silencio,
regrésame a tu vientre ya
dormido,
con tus manos consuma mi
esperanza,
y desnudo, pequeño e
indefenso...
reclámame, recógeme y
desnáceme.
Anémica
y parva se declara la circunspecta apreciación, incompetente y torpe la
exégesis de más rigurosa lucidez, ante estrofas de temple tan entrañablemente perturbador,
ante un decir saturado de angustiosa ternura, de implacable y redentora súplica
como el que trasuntan los versos, terribles en su atormentado reclamo
existencial, con que el bardo amorosamente nos fustiga. Confieso que ante un
apasionado estallido de belleza verbal de la guisa del que vengo de transcribir
líneas atrás, a duras penas consigo decantar el espíritu para obligarme,
atónito y tartamudeante, a ensayar un puñado de bien intencionadas cuanto
insolventes opiniones en torno a la pieza lírica de excepcional perfección, de
desconcertante vibración emocional que aquí y ahora con su esplendor de lucero
nos desafía... De hecho es de tal intensidad la impresión que el poema suscita que
a cualquier espíritu que ande en tratos con los primores de la expresión
artística lo último se le ocurriría no bien deslice la mirada sobre las
estremecedoras estrofas que nos ocupan será acudir, en aras de su intelección y
goce, a las desleídas observaciones del ceñudo profesional de la crítica. Así
que, para no incurrir este servidor en el punible desacato que suele perpetrar
semejante ralea de comentaristas, opinantes que a textos líricos como el más
arriba reproducido,en lugar de esclarecer el porqué de su porfiado poder de
seducción la emprenden arriesgándose a agraviarlos con extemporáneas y
perfectamente excusables disquisiciones..., para evitar cometer parejo
desafuero, insisto, me circunscribiré a registrar a vuela pluma dos o tres
notas que si las apariencias no me engañan contribuyen en no corta medida a
generar el hechizo, el embrujo con el que el referido poema nos sacude.
Y lo
primero que cabe establecer a guisa de poderoso acierto estilístico es el
enfoque de directa y permanente interpelación a la madre, que nos sitúa a
nosotros, los lectores,en tanto que privilegiados escuchas de un arguyente que desde
su filial condición exhorta, implora y ruega; o sea, que al adoptar el poema el
tono confesional del hijo que en la abrupta franqueza de un íntimo coloquio,en
lenguaje impetuoso que arde y escuece, solicita a la que le engendró le
devuelva a su vientre salutífero del que un día luminoso y aciago emergiera, al
acogerse, remacho, a dicho punto de vista discursivo(tratamiento verbal que
convierte a la madre en el objeto único de su reclamo pues que dirige a ella toda
la musical metralla de su canto), al asumir pareja perspectiva, nos coloca a
nosotros sus lectores, como pocas líneas antes señalara, en la situación de
asistentes a una conmovedora representación que en principio, dado su privado y
familiar carácter, no nos estaba destinada, abordaje expositivo que acrecienta
considerablemente el efecto dramático de dicha composición.
Ahora
bien, si lo expuesto en el párrafo que antecede tiene -así me lo figuro-
bastante más que trazas de dar en el blanco, es materia de envidia la manera
como consigue el poeta articular en una armoniosa y sólida estructura las
diversas secciones de su poema. Tan sabio acoplamiento estrófico, del que a
seguidas anotaremos a punto largo una que otra estética retribución, es a no
dudarlo una de las más contundentes razones que explican la casi insoportable
belleza de la pieza lírica intitulada El
último regreso sobre la que -acaso de manera festinada- hemos insistido en
volcar nuestra atención.Y es por este modo que el aedo combina cada conjunto
unitario de versos: de entrada, en la estrofa inicial, nos dice, o, para ser
más exactos, dice a la madre lo que no quiere que hagan con él cuando muera; en
la siguiente, aclara el por qué se niega de tan rotunda guisa a transformarse
en polvo, y es que por no haber surgido de la tierra no pertenece a ella; en
las dos breves estrofas con las que da continuidad al hilo de su poética
reflexión, confiesa con estremecedoras palabras permeadas de angustiosa ternura
que su genuina procedencia es la carnal y humana que solo ella, la madre,
representa; para luego, en el penúltimo manojo de versos, plañir luctuoso y
amargado anticipando el fatal desenlace, el preciso e ineluctable instante de
su física desaparición; y en la postrera estrofa, a manera de categórico
rechazo de semejante disolución material, en seis imperativos versos cada uno
más impactante que el otro, el alter ego lírico
de Leopoldo Minaya, con desesperado ademán elocutivo, pide a la madre que lo
regrese "al origen y al silencio" que "desnudo, pequeño e
indefenso" con sus manos amorosas de madre lo reclame, lo recoja y lo
desnazca... Imposible eslabonar con mayor congruencia y sentido del crescendo
los distintos segmentos de tan memorable efusión lírica. Armonioso desahogo
cuya expansiva vehemencia y pasional rebosamiento culmina en ese admirable
verso: "reclámame, recógeme y desnáceme".
Y
por si fuera poco lo hasta aquí referido con el propósito, probablemente
destinado al fracaso, de mostrar algunos de los expedientes poéticos de que se
valió nuestro bardo criollo para levantar el deslumbrante torreón de su poema,
puesto a buscar me avengo a considerar -y éste será, lo prometo, el último de
mis abordajes exegéticos- que la magistral polimetría a que Minaya acude en
dicha pieza lírica es sin discusión un fundamental elemento expresivo que, al
enriquecer e infundir variedad sonora y rítmica a la composición que nos
distrae, contribuye en medida para nada baladí al encantamiento, al
deslumbramiento que en buena parte merced a su seductora musicalidad dicho
poema suscita. En efecto, entreverando frases de muy diversa longitud silábica
-versos de cinco, seis, siete, once y catorce sílabas métricas- acierta el
cantor a plasmar una corriente verbal, un flujo discursivo en el que sonido y
sentido indisolublemente maridados segregan en su arrollador avance la
enigmática luz de la belleza.
Concluyamos.
Un poeta capaz de expresarse con la altura, hondura y abismática diafanidad que
ha alcanzado Leopoldo Minaya en su libro La
hora llena, basta para que sea entronizado, en ello va nuestro crédito,
entre los portaliras dominicanos de la plana mayor. Si no me pago de
apariencias, el hecho de que su obra de sin par originalidad y nobleza siga
siendo desconocida de los lectores de nuestro terruño insular, cuando debiera
figurar en palco de honor en el ámbito del quehacer literario no ya de nuestro
país sino del conjunto de las naciones de lengua española, habla muy mal de lo
que somos. Semejante menosprecio a la labor creadora de un poeta de la talla de
éste que honra nuestras letras vernáculas, es inadmisible. ¡Buenos estaríamos
si aceptáramos tal cosa! De modo que yo, su servidor y amigo que les he
abrumado con esta aburrida disertación desde la amable tribuna que se me
facilitara, continuaré sin que se entibie mi celo en reparar por cuantos medios
tenga a mano la flagrante desatención en que, hasta el presente, en desmedro de
nuestra cultura, ha pesado sobre uno de nuestro más encumbrados aedos, quien,
por si fuera poco, a su talento de escritor une algo que escasea más que muela
de gallina en el mundillo intelectual y artístico criollo: humildad, bondad,
generosidad y espiritual exquisitez.
LEÓN DAVID